¿Para qué me ha servido la comunicación?

Comparte:

Nos vemos aleteando 446 correos y procesos de oficina cada cierto periodo que los seres superiores contarían como segundos. ¡Eso es ser trabajador! -¡Qué buena comunicación tienen!- comentará alguno con pleno conocimiento de las observaciones objetivas, verificadas, sometidas a comprobación científica.

Como también hay zánganos, los superiores considerarían que en nuestra colmena terrestre no caben los holgazanes; ojalá no se equivoquen. Pero nosotros nos conocemos más que aquellos seres. Sabemos que traemos pleitos, hambre, envidias, desconfianzas. Por supuesto tampoco conocen nuestras bondades como raza superior, nuestro conocimiento de la tecnología, la ciencia, las artes y la medicina. Y es que hay algo que los seres superiores no saben: nos comunicamos de una forma misteriosa, tan fina, desapercibida para ellos, como para nosotros pasa inadvertida la comunicación entre las abejas.

Sigue leyendo

El cartonismo

Comparte:

El cartonismo

Medios masivos de cartón con programación de cartón, salpicada de publicidad de cartón de productos de cartón, para maquillar caras que no parezcan de cartón y que fabriquen sonrisas de cartón en las caras de las madres de cartón de aquellos niños de cartón, educados con cartón en escuelas de cartón que sólo empolvan las aulas con sus clases de cartón preparadas una tarde antes entre la telenovela de cartón y el sándwich de cartón que se hicieron con el jamón de cartón y pavo que les vendieron en la salchichonería donde venden quesos y botanas de cartón, mezclando carnes de reses tercermundistas con harina, de cartón.

Se suben al camión con asientos de cartón y chóferes al vapor, de cartón, que dan un servicio de cartón viajando en vehículos que reciben un mantenimiento de cartón, con talleres mecánicos de cartón que se tardan tres días en reparar un vehículo al que podrían no haberle cambiado nada pero que para ganar más le inventan reparaciones que no necesitaba y le cambian las piezas buenas por unas de cartón para que puedan contaminar más el aire de cartón que respiramos.

Un sistema recalcitrante

Bancos de cartón que o cobran muchas comisiones o dan un servicio de cartón, en mostradores que muestran cajeras con cara de cartón que lucen sonrisas de cartón para dar un servicio de cartón y que no pueden hacer nada sin autorización de jefes que ni siquiera muestran su cara de cartón porque se encuentran en un centro de decisión muy lejano y que tienen un amplio conocimiento de sus clientes de cartón o más bien tienen un conocimiento de cartón sobre las necesidades de sus clientes.

Gobiernos de cartón, que preparan sus campañas vendiendo las plazas a quienes cooperen para poder sentarse tras la silla burocrática a dar servicios de cartón y poniendo sus caras de cartón a todos los que vayan a solicitar algo. Presidentes de cartón, gobernadores de cartón y legisladores de cartón que prometen una residencia que resulta ser sólo la fachada de cartón, como las casas de interés social con paredes de cartón -literalmente- y tubería de cartón, techos de cartón.

¿A dónde hemos llegado?

Valores de cartón, en sociedades de cartón, que no aprecian a las personas de verdadero valor más que por las apariencias, acartonados, cartonistas de ocasión, chafas en sus sentimientos y cartón en sus pensamientos. Se acartonan con sus amigos de cartón a quienes no soportan y a quienes desprestigian con chismes bajo el agua, hablando mal de ellos haciendo conversaciones de cartón, de engaño y falacia. Mientras las amigas de cartón no dejan en paz al novio de cartón que tiene una de ellas y dentro del baño de cartón acaban con la reputación de cualquier hombre que se les ponga entre los ojos. Niños con cara de cartón pidiendo amor que sólo le dan traducido en centavos, por lo que la suma de ese día no alcanza para medio pollo, que en todo caso sería de cartón.

Miles de productos chinos, de cartón: telas de cartón que se despintan con la primer lavada; alfombras que se deshilachan, albercas que se rompen, plumas que chorrean, sierras que pierden el filo, discos que pierden la pista, sal que no sala ni azúcar que endulce, café que no pinta y computadoras ensambladas, de cartón. Llantas vulcanizadas, servilletas que raspan y que bien podrían ser papel higiénico ¡reciclado!; botones de hotel, cerillos de supermercado, tenderos, secretarias ¡todos! Con el ánimo de cartón, recibiendo salarios de cartón para cumplirle al patrón que tiene un corazón de cartón y una avaricia de acero.

Y más…

Barcos de cartón, peinadoras de cartón, ideas de cartón, negocios de cartón, industrias de cartón, cursos de cartón, sexo de cartón, ahorros de cartón, finanzas de cartón, libros de cartón, revistas de cartón, ideales de cartón, sueños de cartón, metas de cartón, viajes de cartón, obras teatrales de cartón, música de cartón, investigación de cartón, hamburguesas de cartón, comida de cartón, amor de cartón, paciencia de cartón, pasión de cartón, chocolates de cartón, fiestas de cartón, embarazos de cartón, relaciones internacionales de cartón, hasta guerras de cartón.

La era del cartonismo llegó después del postmodernismo, cuando todo era superficial, efímero, volátil, desechable, aparente, instantáneo, light, frívolo, ligero, pueril, endeble, hueco, insubstancial, externo, vano, vacío, fantoche, engreído. Cuando los señores eran de cartón con cervezas de cartón y su cartón de cervezas.

Este artículo fue publicado por la revista Códice en 2006, de la Universidad Anáhuac-Mayab de Mérida, Yucatán (actualmente fuera de línea).

Acceso a la información, dilemas

Comparte:

A todo esto surgen muchas interrogantes: ¿toda la información pública es susceptible de ser conocida por cualquier persona? ¿Hay alguna información que adquiera el carácter de confidencial para los ciudadanos? ¿Evitar la transparencia, como ver una moneda en una alberca, es por seguridad nacional? ¿Quiénes se benefician guardando y reservando la información? Desde que fue creada la ley de acceso a la información, los debates se han centrado en la respuesta a estas interrogantes; sin embargo, la preocupación también debe dirigirse a la factibilidad de que la información llegue a todos los ciudadanos y la educación para que se aprenda a tomar decisiones con esos datos.

Sigue leyendo

El mensaje implícito no se dice, se entiende

Comparte:

En los inicios de las teorías de la comunicación, se consideró que los árboles también se comunicaban, de la misma forma que nosotros; más tarde se desechó dicha posibilidad, aunado a las investigaciones sobre la vida inteligente, el cerebro; ahora habría que replantearlo, en un sentido muy distinto al inicial. Me refiero al mensaje implícito.

Siempre hay un mensaje

Si no hay nada qué decir, también hay un mensaje; es decir, el mensaje es: “no hay nada qué decir”. Si un padre de familia no recibe respuesta de su hijo adolescente, se preocupa. ¿Qué le preocupa? Que su hijo tenga un problema tan difícil que no se atreva incluso a comunicarlo. Como a muchos les causa terror aceptar que su matrimonio fracasó y lo sostienen por décadas a costa de lágrimas y sufrimiento. Otros tantos callan su preferencia sexual, sus deudas, sus ambiciones; el esposo que no se atreve a decirle a su mujer que la comida supo mal, el papá que no quiere contarle su experiencia con las drogas a su hijo, el gobierno que oculta información a sus ciudadanos por “seguridad nacional”.

Sigue leyendo

De Cómo un Comunicador entra en Disonancia por el Ruido…

Comparte:

Este artículo fue publicado por la revista Razón y Palabra en 2004 en esta liga.

La profesión de comunicar

Tener como profesión la urgente necesidad de proclamar a los siete mares y las siete tierras, en las siete casas que se visitan usando el televisor, la radio o la prensa, alzar la voz, gritar, apresurar, denunciar haciendo todo ello cuando se desea paz, silencio, tranquilidad, resulta alarmante.

Entramos en una disonancia cognoscitiva donde nuestros valores se contradicen unos a otros, siendo tan diferentes de nuestras acciones. Olvidamos que el comunicador está conminado a defender la libertad de expresión, obligado al grillete de la noticia, la publicidad, el ruido, la inevitable persuasión cual llamada de atención. Quisiera, como el médico o el sacerdote, jurar silencio, guardar secretos, omitir las culpas, callar. Pero no puede. Sufre la paranoia de gritar a los cuatro vientos, los cuatro puntos cardinales, la denuncia del pecado, el diagnóstico del cáncer o del Sida social.

No se parecen a simple vista las dos profesiones, la del médico y la del comunicador. Sin acumular amarguras, siento pretender una denuncia más, la de una ausencia que vive el profesional de los medios y la comunicación. Que armoniosa es, para ejemplificar, la música, que combina alegremente, con ritmo y ecualización, los silencios y los tonos, la quietud con la algarabía, la vida con la muerte, el goce y el sufrimiento. A ella le hace bien un lado de la moneda y otro. Será su naturaleza.

Comunicar o morir

El comunicador, en cambio, no debe callar nunca, es imperiosa su necesidad de captar la atención de su público utilizando una gran habilidad de persuasión, con un sin fin de artimañas propagandísticas y publicitarias. Donde callar es perder, donde silenciarse es “no existir”, cuando omitir es tendencioso, como quiera está preparado para llenar los espacios vacíos que deja el silencio amañado de los que hablan sin decir nada, porque demanda la claridad, la transparencia de las instituciones, la honorabilidad de las personas.

Alguien que está hecho para comunicar no puede estar hecho para callar. No se puede dar el lujo de omitir, ni ser discreto, ni cumplir votos de silencio.

El médico por su parte, está jurado para guardar la discrecionalidad de la vida de sus pacientes. No puede confesar los aspectos particulares ni gritar a los vientos que Don Mengano tiene cáncer o que Fulanito es cero positivo. Tal como el médico de almas no puede romper el secreto de la confesión. Su juramento hipocrático y su voto de silencio son su guía, su fortaleza, su tesoro. El comunicador tiene como precepto y como único tesoro la libertad de expresión.

¿Por qué entonces la disonancia? ¿A qué se debe tal desequilibrio? ¿El comunicador tiene obligación de difundir todo aquello que sea de interés público? Imagine una fiesta: ¿cómo sería ella sin ruido? Pomposo funeral. Un concierto de rock entonando la marcha fúnebre o la nupcial que es lo mismo. Setenta veces siete patochadas. Espejo sin reflejo, madre sin hijo, camino sin regreso.

Telarañas mentales

Alguien debe aclarar el enredo pues un profesional de la noticia tendría que estar obligado a la prudencia, ello lo llevaría al juramento hipocrático contrario a su religiosa libertad de expresión. Pero sí, también debe estar obligado a guardar ciertos armónicos, musicales, silencios.

Espacios que equilibren su cotidiana sordidez para dar tiempo a la reflexión, contemplación del quehacer periodístico aunque no sólo se habla del comunicador de medios, también de aquel mal llamado médico de la empresa, el organizacional y corporativo, en quien se cimientan las relaciones públicas y la imagen corporativa, los recursos humanos y la creatividad empresarial; ellos como ninguno se deben al secreto de confesión de las metas institucionales, su estruendo no debe oírse más allá de las paredes de la fábrica o el comercio. Pues aunque no juren a Hipócrates, se deben a la ética profesional y a la discreción.

Esa es la disonancia, ese es el desequilibrio mental. Los medios están haciendo girar al mundo cada vez más rápido, mucho más de un giga de kbps de velocidad; nuestra historia se acelera, el devenir ya va de regreso. Come sin parar la nota, el artículo, la editorial, el reportaje, sin detenerse a comprender la metáfora, deglutiéndola, fagocitando basura, sin tiempo para la saludable masticación del alimento informativo.

No se puede filosofar

Por eso, cuando surgió el libro La muerte del filósofo de Vicente Herrasti, parecía que hablaba del momento histórico de la no reflexión; novela cuyo protagonista es el lenguaje, tiene un título que hace pensar en la tesis de la profesión noticiosa actual. ¿Quién puede filosofar con tanto ruido? Sólo aquel que se aparte de los medios de comunicación. Y no se vale.

La defiendo por ser una noble ciencia a la que le endilgan hijos que no son suyos. Su nombre lo dice, son medios ¡medios! No fines. La gente quiere escuchar rock, que lo escuche y que aproveche el medio. Si desea aprender psicología barata, que prenda cualquiera de los canales de televisión en horarios matutinos, que aproveche el medio. Si desea ver al personaje de una telenovela en lugar de leerlo en un buen libro, que aproveche el medio.

O prefiere conocer las ofertas del día, que lea un periódico y que aproveche el medio. ¿Qué culpa tienen los medios de ser transmisores de información, cultura, educación y entretenimiento? ¿Son responsables de la receta que dio el médico en una entrevista? ¿Se le puede culpar al medio de mostrar la pobreza de una comunidad como si fuera el responsable del hambre que sufre? Sería irresponsable si no denuncia el cáncer social y el hambre intelectual de los políticos populistas. El medio muestra su madurez cuanto más denuncia, cuanto más conciencia genera en la gente. Pero que no lo culpen si con el afán de informar, se muestra como propagador de noticias que la gente no desea escuchar.

El juramento del comunicador

Que quede claro, los medios han pulverizado gobiernos, arrancado prestigios, satanizado santos. Citizen Kane lo pone en evidencia, pero debemos tener claro el imprescindible valor actual de contar con ellos. Sólo hay que pedirles, exigirles congruencia con su profesión. No les es lícito expresar como verdades las falacias, va contra su ética, contra su juramento.

Cientos de jóvenes egresan de la carrera de comunicación pero ¿están todos ello formados con los valores de la verdad? ¿Están conscientes de la delicada labor del bisturí que tienen en sus manos? ¡Esto es ya una carnicería! Los medios son más sangrientos que Freddy Krueger, y están pasando tijera para aliviar el corazón por las rodillas.

Urge ponerse a valorar con la ciencia, investigar, medir no sólo a las audiencias, también al daño en las conciencias. Que juren a Hipócrates, que juren por su vida, por su madre y por su padre que no habrán de alimentar al pueblo con escándalos amarillentos sin considerar antes las consecuencias. El mundo está frenético, pongámosle un freno reflexivo, unas pausas melódicas, un respiro a cada bocado, un análisis profundo de cada nota, de cada aspecto social.

¿Quién responderá?

Obliguémoslos a cumplir con el ordenamiento temático de las urgencias sociales, previendo el futuro que deseamos como sociedad. Los medios están en medio de la polémica mundial, y no son las leyes las controladoras, sino los espacios culturales, las academias, el consejo de sabios que no es el senado, sino los letrados, las ONGs. (Organizaciones no gubernamentales), las universidades y colegios. ¿Acaso un político va a ponerles fin? Lo descalificarían los propios medios.

¿Serán entonces los jóvenes ávidos de revoluciones sociales, hartos de falsedades? Los descalificarían también. ¿Serán las madres de familia, rectitud por excelencia? Las descalificarían por santurronas. ¿Acaso las iglesias? Lo mismo. ¿Quién queda? ¿A quiénes no pueden vencer con argumentos? Ya lo dije: a los sabios, al grupo privilegiado de la sociedad que comprende, que filosofa, que conoce el futuro de cada acción.

Aquellos que tienen en sus mentes el poder de predecir el caos que se avecina con el hambre mundial, todo por la mentira de los medios, vendedores de productos de belleza para las medusas o panaceas de la salud corporal, los tintes, las barras de granola y los poderosos sortilegios de un político hablador.

Ética del comunicador

¿Cómo querer limpiar las cloacas con agua sucia y carroña? ¿Cómo dar de beber al sediento unas papas fritas? Los medios se deben a la ética igual que un médico. Se deben a las pausas reflexivas igual que los silencios a la música y los políticos a su pueblo. Un buen comunicador debe sobrevivir a las más duras pruebas de credibilidad, honestidad, respeto, tolerancia y dignidad.

Los planes de estudio de los comunicadores deberán ser teñidos con profundas investigaciones sociales, análisis críticos de los contenidos, hasta deberían pasar la prueba del polígrafo, pasando por la jurisdicción del lenguaje sin olvidar que su retórica persuasiva es capaz de mutilar en la mesa de operaciones cual bisturí, destazando al pueblo sin piedad.

No podemos dejar pasar a los alumnos corruptos desde los exámenes, pues ellos tendrán un arma muy filosa en sus manos: la manipulación de las conciencias sociales y la seguridad nacional.

La farándula que rodea a los medios es otro peligro inminente, como si el médico se juntara con borrachos y drogadictos, ávidos de operar al paciente de su amigo. Tarde o temprano convencerán al galeno para quitarle el escalpelo y cual carnicero atizar las reses del matadero. Infinidad de artistas controlan a los medios de manera profesional, al igual que los políticos; ¡cuidado!

Tiempo para pensar

El comunicador debe tener mucho cuidado y para ello le hacen falta los espacios silenciosos de reflexión, de análisis para comprender el enorme daño que pueden estar causando. Volvamos al comunicador un filósofo, que aprenda a observar que debajo de la piedra que ha de levantar puede estar un alacrán, ponzoñoso, letal.

Han pasado años desde la Guerra del Golfo y aun no se ha distinguido su causa formal, todavía se manifiestan las dudas especulativas y todavía no para, pues una guerra ocasionó otra.

No podemos pedir que los volvamos ermitaños desprendidos del mundo, pero si podemos exigirles que no actúen como rebeldes inconscientes, sin mirar las consecuencias de su frenética borrachera estruendosa, glamorosa; y para evitar la cruda de la nota roja de la juerga de anoche, bebamos otra, permanezcamos borrachos y ahoguemos, compadre, nuestras penas en una noche más de copas, en una noche más de escándalos. ¿Cuándo estará sobria esta beoda sociedad noticiosa? Les informo que será noticia cuando no la haya, cuando un silencio sepulcral calle a los medios llenará las ocho columnas de todos los diarios ¡Silencio, el mundo no gira!

Filosofía del comunicador

De nada sirve que en Barcelona se reúnan en un Forum, si los comunicadores no lo consideran noticia. “Si no hace ruido no pasa” parece la consigna. Ruido, ruido, ruido. ¡Y no se han dado cuenta que el ruido es una causa para que el mensaje no llegue al receptor! Y al grito de qué, quién, cómo, dónde, cuándo y por qué se les ha olvidado el para qué.

El comunicador y el médico debieran parecerse un poco más, considerar su objeto de estudio como delicado, su campo laboral como respetable, en condiciones higiénicas, pulcro. Los profesionistas no han optado todavía por la mejor parte que puede tener un comunicador, ese ser honorable y digno de confianza, guía, consejo y compromiso. Para ello falta mucho, pues el dinero rápido es más tentador.

¡Es que es una empresa, es un negocio! ¿Y qué? ¿Qué acaso no existen negocios honorables? ¿No pueden ser los medios ecológicamente sustentables? ¿No se puede pensar como una industria no contaminante? Claro, es más fácil venderse al mejor postor y descalificar así a una encomiable, laudatoria profesión del comunicador; ellos pueden ser los ojos del ciego, pueden ser los oídos del sordo, las manos del manco y la suerte de los infortunados, pero prefieren ser los cómplices del asesino, las garras del avaro, las balas de la guerra.

Todo un compromiso con los lectores

Son medios pero como todo medio pueden no transmitir el mensaje como es, codificando y decodificando mañosamente, haciendo que los sordos sean más sordos y que además los vuelvan ciegos. ¡Qué daño puede hacer un profesionista mal preparado! ¡Cuánto duele un secreto cuando es contado! ¿Cómo acabar con ese cáncer con un cuchillo oxidado?

Comunicadores del mundo ¡Uníos! Por la dignificación de nuestra profesión, por la hipocratización de nuestras convicciones, por el bien social, por el mundo mejor, por la armonía melodiosa del ritmo mundial. Hagamos el llamado antes que los cultos también caigan en la confusión binaria del ruido sobre el mensaje. ¡Polígrafos a todos los comunicadores! Rayos X para transparentar la profesión y dignificarla.

Fragmento de Murió la muerte

Comparte:
[…] Los presagios finalmente sorprendieron a Fermín mientras la horda filosofal se ocupaba de dilapidar al nuevo protagonista de un escándalo político del pueblo. Las tardes se tiñeron de colores con el nuevo ambiente analítico en la casa Flores Ayala. En el recuerdo quedaban algunos poemas sobre el agua que goteaba en el desagüe y uno que otro monólogo navideño del impávido Fidel; ahora eran más sabrosas las tertulias que antaño, pues con Toribio en el estrado, cual ladilla sarnosa, se engolosinaba haciendo enojar a Belcebú con sus argumentos de pacotilla. Gaudencio también disfrutaba los corajes y carajos de Basilio con el casi indecente diálogo polémico entre el viudo Toribio y el fiel Señor de las Moscas.

Un alcalde anterior había destituido a un juez que estaba interfiriendo con sus expropiaciones para levantar una carretera justo donde tenía unos ranchos de bajo avalúo que el edil deseaba fraccionar para hacer el negocio de su vida. Dichos actos, todos, eran ilegales, pero el pueblo nadaba en la desinformación, las descalificaciones y la politización del tema, al grado que los políticos de la época se llenaban de fango unos a otros, ensuciando sus poco honorables trayectorias profesionales y haciendo público casi cualquier aspecto honroso y por deshonrar de su vida privada.

Novela disponible sólo en versión digital en Lulu.com

—Daniel Alcocer no tiene la culpa de las acusaciones que nos ha hecho creer el juez. ¡Qué bueno que ya lo destituyeron! —Se regocijaba Basilio.

—¿Quién es Daniel Alcocer? —preguntó Fermín.

—Es el alcalde que acaba de terminar su periodo y a quien acusan de la destitución ilícita de un juez —contestó con paciencia Filomena, la emperifollada señorona, ahora novia del tío Fermín.

—No seas ingenuo Belcebú, ese ex alcalde nos está mintiendo a todos. El juez tiene razón. —aclaró Toribio burlonamente.

—Los periódicos dejan muy en claro que el juez fue destituido por el cuerpo edilicio, en donde yo tengo muchos amigos; estoy seguro que tantas personas no pueden estar equivocadas, Toribio; es más, el propio Alcocer ha puesto toda la documentación en manos de los periodistas para que lo analicen. En cambio el juez sólo se emberrincha y no da pruebas.

—Los emberrinchados son los periódicos; algo les están dando que antes de que llegara el nuevo alcalde estaban en contra del anterior; ahora lo defienden a capa y espada —discutió Toribio.

Basilio alzó el tono, empezó a desorbitar los ojos y se empecinó aún más en el debate. Los demás veían en él una interesante y nunca antes vista transformación en la cara bipolarizada del intelectualoide.

—¡Por eso estamos como estamos! El mundo no avanza con los necios que se empecinan en frenar el progreso, en politizar los debates que le hacen bien a la nación. ¡Hasta cuándo van a parar! Los periodistas no mentimos. Y déjame decirte que yo logré destituir a un alcalde con mis grabaciones, pero no todos son como él. Muchos desean el bienestar y nadie hace nada por tener confianza. Sus enemigos políticos se empeñan en ensombrecer su trabajo y vuelven las mañas de los mojigatos: “que eso no está bien”, “que se enriquece”… ¡bola de timoratos!

Novela escrita en 2005

Y sin deberla ni temerla, el grupo entero salía regañado. Basilio se arrinconaba con los niños en el patio y más tarde volvía como si no pasara nada. Por supuesto, del tema no se hablaba en largo rato, hasta que nuevamente la cordura regresaba a la cabeza de Belcebú y aceptaba que los medios de comunicación por lo general no decían toda la verdad y argumentaba que también había muchos intereses detrás de las noticias.

En aquella ocasión, efectivamente, Basilio se equivocaba, como en muchas otras, pero siempre era Toribio el que salía perdiendo credibilidad, haciendo los comentarios más que lógicos, contrarios. Los filósofos por lo general apoyaban al Señor de las Moscas antes que a cualquier otro.

Mientras todo eso pasaba en la terraza, Fermín se enfrentaba a un misterioso aforismo que se estaba volviendo realidad. Durante varias noches antes de su cumpleaños número catorce, tuvo pesadillas que le empezaron a quitar el sueño. Al principio creyó que se trataba de una autosugestión. Pronto fue a la tienda con don Carlos a comprar un té de manzanilla para relajarse y olvidar la sentencia de la hechicera. Nada le permitió borrar de la memoria su miedo.

El día de su cumpleaños estuvo a punto de contarles a los filósofos sus pesadillas. Sin embargo, el interés por defender al ex alcalde o acribillarlo, distrajo a la feligresía y se olvidaron del festejado, como había sucedido desde que estaba en la cuna.
[…]

Novela publicada aquí

Fragmento de la novela El reino de las verdades -semi autobiográfica-

Comparte:

Tiene vagos recuerdos de su infancia, pero aunque los ama, le hacen llorar. Un pequeño niño vestido con traje de terciopelo rojo, un gorrito también rojo y una pluma dorada ensartada en él. Un personaje de una representación escolar que tiene la tarea de llevar a la mismísima reina del castillo que aunque de cartón, poco importa para la imaginación del niño que usa unas alpargatas puntiagudas rojas con filos dorados, el cetro y su corona al ritmo que marca la Marcha Triunfal de Aida, paso a paso, uniendo un pie al otro y volvemos a empezar.

El destino en su corazón era entregar en su precioso cojín, también rojo, los ornamentos reales, esta vida le daba la gloriosa oportunidad de codearse con seres mágicos, la aristocracia, la burguesía en pleno. El niño se sentía sobre las nubes, en el olimpo, miembro de una sangre privilegiada.

Novela escrita en 2014

Con su tez aún talqueada, el seis años antes recién nacido niño, era parte de la nobleza, paje de la princesa de un mundo celestial, imaginario en los padres de familia asistentes al evento, pero vívido, intenso, emocionante y real en el corazón del pequeño. Ese hito histórico en la mente y el corazón le despertarían a la vida. Es el más antiguo recuerdo que tiene de su infancia.

Momento de moldeadas maravillas de un arranque que la maestra le indica el paso exacto en que debe empezar a marchar por el pasillo, paso a paso, hasta llegar a la también pequeña mujer con el cabello recogido al final del estrado, con el castillo de cartón como fondo y el vestido espectacular de brillos blancos. La gente aplaude, el estelar es suyo, la princesa le mira a los ojos, no sólo le hace el día, le hace la mitad de su vida.

El niño, de fina piel, de ojos brillantes e inmensos, de sonrisa sobresaliente, de un talle impecable, emana dulzura; finalmente llega hasta el trono en el que entrega al mayordomo la corona que es depositada con gracia sobre la cabeza a la princesa y se le entrega también su cetro.

El paje colorado se retira sin más por el costado izquierdo dando saltos de felicidad, de tenaz inocencia. Lo demás ya no importa, ni los gritos de su padre, ni las exigencias de su madre. Él ya tenía un lugar asegurado junto a las grandes estructuras de su mundo.

¿Qué le iba a preocupar la larga lista de tareas escolares que debía completar antes de graduarse de la universidad? Sus días eran jugosos: albercas, amigos, fiestas infantiles, juegos de recreo, baloncesto, nudos de su grupo de lobatos, cebollitas, caballadas, escondidillas, bote pateado y más.

Novela autobiográfica con ciertas licencias literarias

En aquellos días hizo también su Primera Comunión y repartió todos los recuerdos impresos que su madre le dio sin saber que eran los únicos. Los que guarda están en su memoria, aquel día que junto con su hermano, uno mayor que él, se alegró, más que por recibir a Jesús en su corazón como indican los rituales católicos, por la cantidad tan grande de amigos que llenaron el jardín trasero de su inmensa casa.

Ciertamente no hay mucho más que recordar de la infancia de un niño amoroso, alegre, en demasía sincero, que, de paso sea dicho, le gustaba jugar a ser el príncipe valiente, seguramente porque a la princesa de su escuela le hacía falta tener un soberano que la defendiera de los gritos de su papá, de los trastes en la cocina, del perro pastor alemán que, vaya a saber cómo, siempre conseguía escaparse de su jaula; de la perra que mordió a la vecina y nunca regresó del centro antirrábico. Porque ese niño, cual condena universal, tuvo que crecer.

Enfrentó tantas vicisitudes como cualquier otro a lo largo de sus primeros años. Se fue forjando un porvenir, a veces con ahínco, pero luego con miedo. El miserable miedo que luego le acompañó y que lo llevó a la larga a eso, a lo que es ahora, años y años después a quien se dice triunfante pero miserable, treinta y tantos más viejo.

Y ahora, sentado frente a una computadora, cuenta la larga lista de factores que le influyeron, desmitificado de sí mismo, impetuoso e intempestivo, incomprensible para muchos, irremediablemente conocedor de su destino y de sus circunstancias. Para llegar a ser lo que es, quizá influyó mucho su primer recuerdo de la vida: la marcha ante la princesa, no fue lo único, claro está.

En la novela se llama Jorge Luis, en la vida real José Luis

Constantemente añora, llora y recuerda los días simples, descargados de culpas, compromisos y responsabilidades. Suele sentirse saturado, ahogado, ignorado, invariablemente insatisfecho de las metas no alcanzadas o tal vez minimizadas, que prometieron mucho y fueron poco.

Miraba con esperanza el futuro hasta que un día algo pasó: la muerte se le acercó, y no mucho. Tenía un amigo, uno de esos que se dicen que son para toda la vida, que hablaba con él desde que balbuceaba, que compartió su jardín de niños, su primera etapa escolar y de repente un día, su padre lo llevó a vivir lejos, a otro país, en una etapa de cambios, donde no sólo se adolece del cuerpo, sino también del alma.

Pepe, su amigo entrañable, se fue a Nueva York. Miles de kilómetros de distancia. Y ¿ahora qué? ¿Con quién juntarse en la escuela secundaria? Tendría que hacer nuevos amigos, y los hubo, uno que otro, pero nadie al grado de juntarse con él en las tardes también, como Pepe, que vivía cerca. Y luego unas memorables vacaciones. No por buenas, por malas, pésimas, fatídicas.

Veracruz en su recuerdo era buena hasta ese momento. Había nacido en el heroico puerto. Visitaron a su madrina y pasaron un buen día. Ahí conoció a su primo. Lo invitó a quedarse unos días para pasear en moto y le prometió que irían a ver a unas amigas con las que podían besarse. Jorge Luis no quiso pedir permiso a su padre. Era muy enojón. Tampoco le motivaba mucho ir en moto. Su madre había hecho bien su tarea: las motos son peligrosas.

En la publicación aparecen fotografías de personas reales en la vida del autor

Luego, después de estar en el puerto, en la playa, viajaron a Jalapa, la capital, a ver a otros parientes. Ahí se enteró que el papá de Pepe había fallecido. Jorge Luis sufrió. Mucho. Nadie le había hablado bien a bien sobre la muerte, pero si tenía claro que quien lo hace, no vuelve. Una abuela y una amiga de su mamá no se habían vuelto a ver por aquí después de morir. La misma suerte tendría el papá de Pepe.

Antes que se fueran a Nueva York, el papá de Pepe les traía juguetes a sus hijos y a Jorge Luis también le tocaba algo. Al menos, Pepe y Luis podían jugar los mismos juguetes nuevos, americanos, modernos, entretenidos… Luis corrió por todo el jardín de la casa de Jalapa. No sabía si llorar, si aceptar, si rechazar, si marcar a Nueva York.

En sus trece años de edad, eso no cabe en la cabeza. No en la de Jorge Luis. Se refrescaban en su memoria las imágenes de una infancia divertida que se mezclaban con un mundo injusto, que sombreaban algunas bellas alegrías. Ahora no estaba con su amigo para consolarle, para ver que a pesar de la distancia, seguían unidos, necesitaba saber si ellos, la familia de Pepe, estaban bien. Siete vueltas al enorme jardín no eran suficientes para comprenderlo.

Entró con su mamá y lloró con ella. Marcó a Nueva York, platicaron; su memoria no recuerda la conversación pero sabe que eso le ayudó bastante a superar el momento. De vuelta a Puebla, en donde Luis vivía con su familia, grande, de ocho integrantes contando a sus padres, su mamá le informó la segunda trágica muerte que impactó a Luis sobremanera, fue la muerte del primo que se había ido en su moto a ver a unas amigas y besarse con ellas. Murió en un accidente de motocicleta.

La novela no trata todos los aspectos autobiográficos del autor

Quizá esa muerte le impactó más que la muerte del papá de Pepe. La vida de Luis tenía muchas otras experiencias importantes, que recordaba, que le gustaba atesorar, pero a decir de la jerarquía de los sucesos significativos que llevaron a Luis a escribir esta historia, la muerte del primo es, sin lugar a dudas, la más seria. El paje de la princesa le despertó a la vida. La muerte del primo, del que ni siquiera recuerda su nombre, a quien sólo vio una vez, que ni siquiera era su primo porque en su familia acostumbraban emparentar por los compadrazgos, le significó más que el sol a la Tierra. ¡Luis pudo ir con él en la moto!

La Edad Media llegó a su vida y se prolongó por muchísimos años. El príncipe valiente también era mortal. Apenas siete años antes despertaba a la vida cuando ya tenía con qué despertar a la conciencia y morir en el intento. Morir es lo más natural de la vida. Sentirse en peligro debería serlo también, pero no lo es, porque es morir sin estarlo. Luis se llenó de miedo, pudo haber muerto en la moto con su primo.

¿Qué habría sido de su vida si él hubiera aceptado la invitación de su primo? ¿Habría despertado pronto a los placeres de conquista o habría muerto en la moto junto con él? Porque pasado el tiempo, Luis se volvió miedoso y con ello retrasó mucho su relación con las mujeres. ¿Y si le decían que no? Lo que hace el miedo.

[…]

Novela publicada y descargable gratis aquí

Fragmento de la novela En mi pueblo no hay tequila

Comparte:

El color de aquella gaviota era en su mayoría blanco con algunas manchas jaspeadas en las alas y vino a pasar cerca de los oídos de Alberta, pequeña sombra de su hermano Julián, que carecía del sentido del oído, precisamente, y tampoco hablaba. Pero la ha dado un susto, aunque no escuchara su graznido, que la tumbó espectacularmente al suelo cuando sintió su aleteo. Julián tomándola de la mano la levantó y le preguntó en señas por qué salió volando hacia la fina arena de la playa. Alberta se explicó asustada todavía. Julián comprendió a la más pequeña y se rio con ella como quince minutos en la aventura de su adolescencia febril.

Un par de horas les bastaron para reposar en aquel día de hirviente sol y fiesta del pueblo. Luego se levantaron de la hamaca y sobre sus propias plantas caminaron a lo largo de la calle hasta el centro del pueblo para ver las luces multicolores de los fuegos artificiales en el cielo estrellado. Tomados de la mano, como es su costumbre y necesidad, los hermanitos Arellano Díaz, hijos de una pareja de primos hermanos, de oficio pescadores, vagaban diariamente por el pueblo sin pronunciar una palabra. Ocasionalmente, gracias al recurrente paseo entre las cortas veredas del lugar, saludaban a los pocos habitantes que durante el día se aparecían por ahí. La mayoría abordaba el autobús mañanero para acudir a sus fuentes de trabajo en las plantas procesadoras de pescado que se instalaron luego de la revolución más allá del cerro de las tres crestas.

Novela sin terminar

Aquella noche, los trabajadores regresaban con ánimo de fiesta porque el fin de semana celebraban al santo patrono de Aguabuena: San Jacinto. Antes de volver, surtían sus alforjas con chicharrón, tortillas, salsas, mezcal o cerveza y cuetones en el mercado de la cabecera municipal, una ciudad vecina, mayor que Aguabuena, donde hacían parada los autobuses hacia la capital; su nombre es quizá más largo que ninguno en el mundo: Puerto Colgado del Mar por los Hilos de Santa Teresa y Apoyado en las Piedras de Sal, Casa de Pescadores y de la Santísima Trinidad. Era más fácil decirle Santa Teresa y casi nadie usaba la letanía oficial que le asignaron a principios del Siglo XX, cuando se le dio el noble y largo nombre. Ahí, en Santa Teresa, los trabajadores de Aguabuena debían cambiar de autobús. Sólo los sábados, los conductores retrasaban su salida por más de una hora para que los hombres pudieran beber sus alcoholes y comprar los víveres de la casa o de la fiesta, como en esta ocasión, que celebraban las fiestas de San Jacinto.

Julián pegaba un brinco cada vez que los cuetes estallaban en el cielo porque el estruendo le sacudía las entrañas. Alberta, en cambio, florecía de felicidad al ver las doradas mezclas de luces celestiales sin percibir el trueno de la sordera congénita al nacer de progenitores con parentesco entre sí. Vamos, Alberta, parémonos del otro lado de la iglesia para ver mejor. Su comunicación con señas desvarió entre los dos hermanos con el paso de los años, sólo entre ellos se entendían. Ni sus padres podían comunicarse correctamente con Alberta porque Julián se encargaba de ella al cien. Por días enteros la pasaban solos. En cuanto Julián cumplió catorce, su madre empezó a viajar en la barcaza con su padre, a veces por varios días. Los hijos vagaban sin cesar por el pueblo. Ellos caminaban a la escuela en época de clases y regresaban, se preparaban alimentos y a rondar de nuevo. Unas cuantas fiestas al año en el pueblo eran celebradas con cuetes multicolores. Esa, en honor al santo patrono San Jacinto, era la más esperada. En la plaza principal del pueblo ponían algunos juegos mecánicos, un rodeo, un toro mecánico y hasta puestos de comida, juegos de azar y paseo en caballo. Julián sabía que la única diversión gratuita eran los cuetes, por eso se paraba junto al palo donde el sacristán de la iglesia ponía fuego a las mechas. Alberta sólo podía sentir el calor de las chispas que dejaban caer los cuetes al dar su salto hacia las alturas.

Me encanta esta novela, tiene, según yo, grandes posibilidades

Aquella noche la historia del pueblo cambió para siempre. La brisa del mar, a una calle de distancia, se dejaba asomar a ratos por entre las cubiertas coloreadas de los puestos de comida y en las alas del pulpo mecánico cuando rondaban las alturas. Julián y Alberta caminaban entre los pasillos de la feria y burbujeaban sus lenguas cuando otros niños mordían junto a ellos sus panecillos con salchichas o sus algodones de azúcar. Los pescadores y el resto de trabajadores, si andaban con sus mujeres, se mareaban sin cesar en los juegos mecánicos o en los restaurantillos de comida y bebían ocasionalmente alguna cerveza o un vaso de mezcal, luego fumaban sus cigarros agresivos y aplaudían al grupo musical que ambientaba las mesas.

Más allá una marimba golpeaba las maderas con melodías festivas. Y el alcalde se paseaba entre la gente como cualquier otro, con su familia. Un par de policías controlaban a los briagos que podían alcanzar con su vista, los demás se quedaban fuera de la jurisdicción aunque estuvieran en la misma plaza. Esos borrachos que nunca faltan y que exceden su capacidad de control personal. El sacerdote asignado a la iglesia, que sólo llegaba a celebrar los sábados sus insoportables discursos bajo el afanoso calor de la tarde, esa noche también se pasó de tragos y estaba muy feliz animando a las jovencitas adolescentes que organizaron bailes en uno de los pasillos frente al palacio municipal. El pueblo, aparentemente tranquilo y diáfano en cualquier mapa, tenía sólo unas cuantas manzanas urbanas, a lo más diez. Lo demás era playa y chozas de palma bordeadas por cercas de madera y púas o muros de media altura improvisados con las piedras de cimentación. El principal causante del descontrol general de aquella noche fue un incendio provocado por la lámpara de petróleo en una de esas chozas que distaban apenas una calle y media de la plaza principal. Pero el incendio fue controlado a tiempo, lo que sucedió fue que un par de adolescentes que vivían en esa casa corrieron a la plaza gritando. Su madre había quedado atrapada dentro con dos de sus hijos más pequeños.

Si te gusta este fragmento, dímelo; me motivarás a continuarla

Los primeros que escucharon a los gritones desesperados fueron Julián y el sacristán que encendía los cuetes de la tercera ronda, cerca de las doce de la noche. Julián le hizo señas a su hermana para que corriera a su casa para buscar a su vecina, Doña Claudia, una sesentona sin dentadura que usaba coleta india hasta las nalgas. También le dijo que se verían unos minutos más tarde en la puerta de la iglesia, mientras él iba a buscar al sacerdote.

El sacristán corrió junto con los adolescentes a sofocar el fuego y auxiliar a su madre en el rescate de los pequeños. Claro que él no sabía, mientras corría, todo aquello que sucedía en la choza, porque cuando llegó le sorprendió seriamente el avance del fuego que se alimentaba fácilmente con la briza que llegaba del mar. Otros dos pescadores se encargaron de alertar al resto de los trabajadores y sus familias que estaban en la feria. Su método intempestivo y alborotador causó tal revuelo que la gente se asustó y empezó a correr despavorida llevándose a su paso los puestos de comida, las mesas, las sillas y los juegos de azar. Como las conexiones eléctricas de los focos multicolores de la feria en los pasillos y en los puestos fueran improvisadas, con la jauría vinieron a dar al suelo quebrándose todo lo que pudieron y en una esquina de la plaza provocaron un corto circuito que fundió los fusibles y obscureció la plaza por completo; eso generó pánico entre la gente y un diluvio de gritos se presentó súbitamente. Mientras el sacristán rodeaba el fuego para alcanzar a la mamá de los adolescentes y sus pequeñines, logró sacarlos antes de que él mismo corriera peligro. Luego, con la ayuda de los hijos, tomaron unas ramas de palmera y empezaron a apagar el fuego de las orillas para evitar que se propagara a otros sitios del pueblo.

Algunos parajes no los invento, los recuerdo

Julián esperaba a su hermana en la puerta de la iglesia pero la gente corría de un lado para otro y la pequeña y su vecina doña Claudia no aparecían. Al desesperar, empezó a caminar entre la gente buscándolas y se dirigió descalzo hacia su casa por la avenida principal que daba a la playa. Por un lado y por otro se congregaba la gente provocando un caos enorme. Los juegos mecánicos quedaron varados con la gente encima y muchos no podían bajarse. Algunos pequeños se entrelazaban con la gente y llorando buscaban a sus padres sin lograrlo. La cantina del pueblo también tuvo destrozos: los cigarros rodaron entre las mesas y el alcohol de las botellas causó un nuevo incendio que terminó con toda la edificación, matando a dos hombres que quedaron atrapados en el interior del baño. El alcalde trataba de poner orden en cada lugar al que llegaba, pidiéndole calma a la gente y apoyándose en algunos ciudadanos que se inscribieron voluntariamente al restablecimiento de la paz.

Julián llegó a su casa y no encontró ni a Alberta ni a doña Claudia en la casa contigua, por eso regresó a la plaza procurando que sus ojos no le engañaran con la obscuridad y las sombras que la gente le daba al pasar. Mientras pasaba frente a la cantina en llamas logró divisar a uno de sus amigos que tomaba de la mano a su hermana. Darío y Elena no supieron darle razón de Alberta y prefirió quedarse cerca de la cantina porque era el único lugar que emitía alguna luz en donde podía percibir con más detalle los rostros de la gente que pasaba. Unos para allá, otros para acá. El cielo se cubrió de humo. Los rostros de angustia. El suelo de tizne. A lo lejos, Julián vio que su amigo Darío se acercaba a un rincón de la primera casa junto a la cantina para auxiliar a una pequeña niña de dos años porque se desesperó en la multitud y lloraba amargamente. Su carita la tenía sucia y deslavada de las lágrimas y las llamas le iluminaban el rostro irregularmente dando la impresión de ser un tronco que se movía.

Dejaré los párrafos como están, como me gustan… muy largos.

El corazón de Julián se aceleraba con los minutos, sus pantalones cortos y sus piernas flacas se combinaron para que sintiera frío al alejarse de la cantina. Como pudo llegó a la iglesia que aglutinaba a dos centenares de personas entre los espectadores y quienes iban buscando al resto de su familia, como lo hacía Julián. Como una sopa de dominó, la multitud pasaba empujando a los demás abriéndose paso sin misericordia. Los padres de familia cargaban a los más pequeños para que no fueran arroyados por la turba. Quiso subirse a una barda para ser visto pero no pudo porque toda ella estaba llena de gente. En otros tiempos más tranquilos, así mismo con sus pantaloncillos cortos, su playera sin mangas y su sombrero de palma, mientras el padre oficiaba la misa de los sábados por la tarde, Julián trepaba a su hermana en la barda lateral de la iglesia y caminaban haciendo equilibrio cuando lo más lejos del suelo era de un metro y medio; si caían, lo soportaban sus piernas sin problema, especialmente porque la caída sucedía forzosamente sobre la arena de playa acumulada por años a los lados del perímetro desfigurado de ladrillos avejentados. Esa noche la barda servía de mirador, en busca de los perdidos. De repente algunos levantaban las manos con sus encendedores para ser localizados fácilmente, pero al poco se cansaban y los ojos empezaron a alucinar figuras que les mareaban. Por momentos, la feria seguía pareciendo feria. Gente que ya no corría porque se cansaba de tanto buscar y simplemente vagabundeaba por los pasillos de la plaza. Los puestos empezaron a levantar sus pertenencias y a retirarse y sólo una señora que vendía refrescos vio la oportunidad de seguir ofreciendo sus productos a quienes su garganta les causaba resequedad por tantos gritos y por el humo que tragaron. Como un efecto natural, quienes habían encontrado a sus familiares se retiraron a sus casas, haciendo más fácil la búsqueda a los demás. Pero doña Claudia y Alberta seguían sin aparecer. Dos pescadores empezaron a auxiliar a Julián en su frustrada exploración del terreno. Volvió a su casa más de cuatro veces, tratando de localizar a su hermana a quien no era necesario gritarle porque era sordomuda, era imperioso encontrarla con la mirada. Se acordó que en casa tenía una linterna y entró a buscarla. Sus padres llevaban días fuera, en altamar, entonando cantos mientras echaban la red y refrigeraban sus cosechas. Se suponía que llegarían al pueblo para la fiesta de San Jacinto, pero no lo hicieron. Una vez que Julián sacó la linterna, se encaminó de nuevo a la plaza en busca de su hermana. Unas cincuenta personas todavía rondaban por la zona. La gente de los juegos mecánicos había logrado reestablecer la luz sólo en sus pequeños territorios con lo que pudieron bajar finalmente a los atrapados en la zona más alta de los aparatos. La cantina ya era una carcasa de escombros y la iglesia lucía pequeña junto a los armatostes de la feria. Julián encontró a doña Claudia terminando de recoger un puesto de elotes que seguía vendiendo poco antes de dar las dos de la mañana. Alberta no estaba con ella. Discutieron un momento tratando de entender que la señora no estaba en casa y su hermana, por tanto, no la encontró allí; definitivamente estaba sola y perdida. Fue cuando se le ocurrió bajar hasta la playa para localizarla. Había ido en busca de sus padres a quienes divisó a lo lejos en el horizonte y estaba sentada en la orilla esperando que ellos se acercaran a la playa. Cuando finalmente la barcaza se puso al alcance de la vista, se soltó a llorar porque no eran sus padres, sino otros pescadores que volvían también, después de unos días a vender el fruto de su trabajo. No supieron indicar la fortuna de los padres de Julián y Alberta y regresaron a la casa, avisando a sus ayudantes que la pequeña había aparecido.

En mi pueblo sí hay tequila, claro está

Pero cinco personas no aparecieron. Cuatro adultos y un adolescente, Darío, el hermano de Elena, amigos de Julián. Cuando una pareja de esposos llegaron por la mañana a casa de Julián, haciendo sonar la puerta de madera con los nudillos de él, el muchacho salió para atenderlos. Alberta aun dormía en su hamaca a un lado de la puerta y no se enteró del llamado. Estamos buscando a nuestro hijo Darío, ¿no lo has visto? Mientras buscaba a mi hermana anoche, lo vi frente al Chacal, la cantina que se quemó. Sí, su hermanita Elena nos contó que te saludaron ahí, pero luego fueron a auxiliar a la hija de Gabriel, el tendero, donde mis dos hijos se separaron, ahora no encontramos a Darío, ¿no lo viste después? No señor, ¿ya lo buscaron en la playa? Porque anoche mi hermana estaba llorando ahí. Lo hemos buscado por todo el pueblo. Y entre la charla, Julián presintió que su amigo Darío había sido raptado, pero no se lo dijo a sus padres. Procuró despedirlos pronto y se dispuso a despertar a Alberta, en su mente creó un plan para encontrarlo, aunque no lo haría sin su hermanita. El sol arremetía su coraje contra las tejas de la pequeña casa y el viento partió para otros lares. Cuarenta grados a la sombra. El sudor entre los escuálidos brazos de Julián goteaba a razón de un vaso por cada dos horas. Su cuerpo, en pleno crecimiento, ahogaba de mal olor a un metro de distancia. Sus largos cabellos también daban signos de descomposición. Mientras su hermana se atendía sola, él se arrinconó en el patio, junto a los toneles de agua, para darse un baño. Una parte de su cuerpo ya recibía los rayos candentes del sol mientras que otra se dejaba cobijar por la sombra de la casa. Algunos años antes, cuando los papás de Julián se casaron, vivían en Santa Teresa, pero al sentirse rechazados por sus propia familia, porque eran primos, decidieron apartarse de ellos y se mudaron a Aguabuena para vivir ahí, sin presiones, el amor que se mostraban el uno al otro. Su padre, también de nombre Julián, se dedicó a la pesca, porque en la procesadora industrial no quisieron darle trabajo; uno de sus primos trabajaba ahí. Cuando empezó, apenas si el pueblo tenía unas cien familias, ahora, con la llegada de mercancías, se multiplicaron los habitantes rápidamente los últimos cinco años. Ahora eran más de quinientas, sin contar al centenar de hombres que vivían solos a las orillas de la playa. Julián, el padre, construyó la casa poco a poco, empezando por una cabaña de palmas y fabricó sus propias paredes cambiando ladrillos por pescado. El techo lo cubrió con madera y le puso tejas mirando al cielo. Era una casa pequeña, de paredes blancas para evitar plagas con la cal. De cualquier modo, entre las tejas los nidos de cucarachas se multiplicaban fácilmente. Ellos ya estaban acostumbrados.

¿Dónde están los padres de Julián?

En el camino a la plaza, Julián encontró un puñado de monedas, una por una, que la gente en el alboroto dejó caer. Un grupo de gente se reunió en torno a la extinta cantina para velar su ausencia y admirar su nueva fachada en color negro carbón. Llevaban en sus manos botellas de cerveza que compraron unas calles más abajo, donde estaba la tienda de don Gabriel. La plaza lucía gris tiznado y el desorden generalizado parecía escena del fin del mundo. Julián lucía un hermoso collar hecho con los dos brazos de su hermanita Alberta, y jalaba la yunta tomando las piernitas, y aunque ya estaba por cumplir doce años, estaba tan pequeña como una niña de siete. Él conocía las ruinas de una antigua casa en medio de la sabana subtropical ubicada entre Aguabuena y Santa Teresa. Supuso que Darío su amigo había sido secuestrado y llevado allí por dos de los hombres que desaparecieron también durante la noche. Los otros dos murieron en la cantina. Entre los trabajadores de la planta de procesamiento había costumbres de pederastia y su madre le previno muchas veces al respecto. Durante el trayecto, siguiendo un camino muy angosto que conocía bien, su sombrero de palma voló varias veces porque su hermana, colgada a la espalda le empujaba con la cabeza. Finalmente la dejó caminar y el sombrero hizo un nido en su cabello. Cuando Julián, años después, tuvo a su primer hijo, lo cargaba del mismo modo y se acordó de aquel día buscando a Darío porque el sombrero repitió su caída de la misma forma y en el mismo camino. Julián tuvo trece hijos y fundó una tribu preciosa que terminó adueñándose de la mitad del pueblo de Aguabuena, pero aquellas reliquias atesoradas en su viejo corazón no existían todavía en aquel domingo posterior al más memorable festín de locura en la plaza del pueblo.

Dos chiquillos solos en el mundo

Cuando estaban a unos pasos de ingresar en los terrenos de la casona abandonada, Julián se detuvo con sigilo a revisar si algún maleante se movía por la zona. ¿Quién sabe qué esconde el corazón de una preadolescente sordomuda que, sin saber a dónde le llevan, prefiere sonreír a su hermano? Un exquisito romance fraternal frente al diluvio de grados centígrados sobre su largo y lacio cabello, ella prefiere enviarle un mensaje tan humano como antiguo que es la empatía. Ella le miró. Él la miró. Ella le sonrió y él se sintió feliz, pese a su cansancio, pese a su silencio eterno, pese a la ausencia de sus padres. Poco a poco, temeroso del resultado que iba a encontrar en la casona, se acercó procurando no quebrar ramas con sus pies y habiéndole indicado a Alberta que fuera cuidadosa de pisar las ramas. No podía decirle que no hiciera ruido porque ella no sabía qué era eso, pero bien podía cuidarse de caminar sólo por entre la arena y las piedras. La naturaleza hizo la tarea cubriendo con matorrales los desgastados suelos de la casa, entre los trozos de cemento que cayeron del techo y los dentados martillazos de la caída del recubrimiento de algunas paredes. Las ventanas de vidrio se hallaban esparcidas entre dentro y fuera y los marcos de madera que en algunas betas tenían rastros de pintura blanca se caían a pedazos por la polilla.

Una, dos, tres, cuatro habitaciones en el mismo estado de destrucción, incluso corriendo peligro por los trozos de techo que aún estaban por caer, se fueron moviendo cuidadosamente, ya con menos miedo por encontrar a algún maleante que quisiera hacerles daño y terminaron sin éxito la misión de encontrar a Darío. En la mente de Julián se dibujó un nuevo plan, recordando que más adelante, sobre la misma vereda había un sitio parecido, y aunque el cansancio de la primera caminata no se había ido por completo, emprendieron la segunda sin demora. Alberta no lo sabía, pero Julián presentía el peligro que Darío, su amigo, podía estar pasando. Ni el calor, ni el cansancio, ni el sueño, ni el peso de su hermana en la espalda y el ardor del cuello con el sudor de los brazos de Alberta, detuvieron a Julián en su afán por encontrar a Darío. Nuevamente el pie que se calcina al entrar en contacto con las arenas de la sabana y nuevamente el recuerdo que viajaría por años en el tiempo del sombrero que rodaba por el suelo. Indulgente con la incomodidad de su hermana aceleró el paso finiquitando el procedimiento en cuanto pudo.

[…]

Novela no publicada todavía…</i