En los inicios de las teorías de la comunicación, se consideró que los árboles también se comunicaban, de la misma forma que nosotros; más tarde se desechó dicha posibilidad, aunado a las investigaciones sobre la vida inteligente, el cerebro; ahora habría que replantearlo, en un sentido muy distinto al inicial. Me refiero al mensaje implícito.
Siempre hay un mensaje
Si no hay nada qué decir, también hay un mensaje; es decir, el mensaje es: “no hay nada qué decir”. Si un padre de familia no recibe respuesta de su hijo adolescente, se preocupa. ¿Qué le preocupa? Que su hijo tenga un problema tan difícil que no se atreva incluso a comunicarlo. Como a muchos les causa terror aceptar que su matrimonio fracasó y lo sostienen por décadas a costa de lágrimas y sufrimiento. Otros tantos callan su preferencia sexual, sus deudas, sus ambiciones; el esposo que no se atreve a decirle a su mujer que la comida supo mal, el papá que no quiere contarle su experiencia con las drogas a su hijo, el gobierno que oculta información a sus ciudadanos por “seguridad nacional”.
Siempre hay un mensaje implícito, aunque no se conozca, aunque no sea consciente de ello, el mensaje siempre estará ahí. Sólo hay que aprender a descifrarlo. El árbol dice: “estoy aquí”, “soy robusto” o “estoy sediento”. También dice “si chocas tu auto contra mi no podrás atravesarme”. Muchas veces, como en el caso del árbol, en realidad el emisor no es el mismo árbol, sino aquella persona que entable una relación con él.
¿Quién produce un mensaje implícito?
Cuando una chiquilla quinceañera está llorando en el rincón de un parque, porque un muchacho le hizo ver su suerte en el amor, un buen samaritano se acerca a ella para consolarla. La desconsolada señorita no está de humor para entablar la más mínima conversación con el samaritano, ni con nadie más. Ella no piensa en el mensaje que le envía a los demás con sus lágrimas. Esas lágrimas son de ella, de su dolor, de su mente. Sin embargo, el samaritano escucha un mensaje: “no quiero consejos de nadie”, “déjenme sola”, o cualquier otro por el estilo. ¿Quién emite el mensaje: la quinceañera o el samaritano? Es él, que comprendiendo el dolor de ella, pone en su mente diferentes argumentos para “tratar de entender” lo que piensa. Lo mismo que hace una madre al callar a sus hijos alguna pena interna con el padre de ellos. Hay un mensaje que los pequeños no entienden, pero con el paso de los años, acumulando experiencias, entenderán el mensaje implícito que se encerraba en aquellas lágrimas.
Requisitos del mensaje implícito
Si se adquiere la habilidad y se tienen ciertos conocimientos sobre una cosa o una persona, se puede entender el mensaje implícito proveniente directamente de la persona que lo emita, incluso sin decirlo. Sin embargo, si los conocimientos son mínimos, o si se considera que una persona piensa lo mismo pasados los años, se comete un error. Los adolescentes suelen cambiar drásticamente en pocos meses, y los padres pretenden seguir comunicándose con ellos de la misma forma que cuando eran niños, es decir, con mensajes implícitos. Ya no funcionará, pues ya no están hablando con la misma persona, sino con un ser mucho más ocupado en crecer y en despertar al mundo que le rodea. Los padres dejan de conocer a sus hijos, y es ahí donde la comunicación implícita falla y es necesario volver a empezar. Conocer nuevamente o re-conocer los valores de sus hijos, que han cambiado, re-conocer sus nuevas amistades, sus nuevos sueños, etc.
La compenetración de los involucrados
Lo mismo le pasa a una pareja que por amarse, engendran a un hijo y mientras la madre se aleja del mundo laboral, el padre se sumerge más en él para sacar adelante a su familia. Ambos cambian, y la comunicación que antes era implícita y funcionaba de maravilla, hoy requiere volver a empezar. Entonces es importante considerar que lograr una comunicación implícita requiere una importante compenetración entre los involucrados, ya sean personas u objetos animados o inanimados. Adquirir la habilidad de comprender los mensajes implícitos cuando estos se presentan, normalmente les acompaña una señal, una lágrima, un cambio repentino; elementos que no debe uno dejar pasar para escuchar el mensaje. Muchas veces no hay señales. Es cuando hay que estar atentos a las comunicaciones, que bien podríamos llamar extrasensoriales; tal como Keppler dedujo que el sol no estaba en medio de la órbita terrestre, o como Einstein comprendió la relatividad.
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No nos vayamos a equivocar pensando que el mensaje dice claramente que en Irak tienen armas químicas o biológicas. Tampoco pensemos que Bush simplemente se equivocó. Por otra parte, tampoco creamos todo lo que dicen los medios, o los libros. Hay que saber leer entre líneas: ¿A quién quiere beneficiar? ¿Cómo lo quieren lograr? ¿Qué esconden? ¿A quien protegen? No vaya a salirnos más tarde que nuestro peor enemigo antes era el gran líder social, como sucede con tantos ex presidentes conocidos y por conocer. Es por eso que cuanto más parece estar clara la comunicación, más oculto tiene su mensaje implícito. Siempre, indudablemente, invariablemente, el mensaje implícito estará presente.
Este artículo fue publicado por la revista Códice en 2006, de la Universidad Anáhuac-Mayab de Mérida, Yucatán (actualmente fuera de línea).
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