Fragmento de la novela El reino de las verdades -semi autobiográfica-

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Tiene vagos recuerdos de su infancia, pero aunque los ama, le hacen llorar. Un pequeño niño vestido con traje de terciopelo rojo, un gorrito también rojo y una pluma dorada ensartada en él. Un personaje de una representación escolar que tiene la tarea de llevar a la mismísima reina del castillo que aunque de cartón, poco importa para la imaginación del niño que usa unas alpargatas puntiagudas rojas con filos dorados, el cetro y su corona al ritmo que marca la Marcha Triunfal de Aida, paso a paso, uniendo un pie al otro y volvemos a empezar.

El destino en su corazón era entregar en su precioso cojín, también rojo, los ornamentos reales, esta vida le daba la gloriosa oportunidad de codearse con seres mágicos, la aristocracia, la burguesía en pleno. El niño se sentía sobre las nubes, en el olimpo, miembro de una sangre privilegiada.

Novela escrita en 2014

Con su tez aún talqueada, el seis años antes recién nacido niño, era parte de la nobleza, paje de la princesa de un mundo celestial, imaginario en los padres de familia asistentes al evento, pero vívido, intenso, emocionante y real en el corazón del pequeño. Ese hito histórico en la mente y el corazón le despertarían a la vida. Es el más antiguo recuerdo que tiene de su infancia.

Momento de moldeadas maravillas de un arranque que la maestra le indica el paso exacto en que debe empezar a marchar por el pasillo, paso a paso, hasta llegar a la también pequeña mujer con el cabello recogido al final del estrado, con el castillo de cartón como fondo y el vestido espectacular de brillos blancos. La gente aplaude, el estelar es suyo, la princesa le mira a los ojos, no sólo le hace el día, le hace la mitad de su vida.

El niño, de fina piel, de ojos brillantes e inmensos, de sonrisa sobresaliente, de un talle impecable, emana dulzura; finalmente llega hasta el trono en el que entrega al mayordomo la corona que es depositada con gracia sobre la cabeza a la princesa y se le entrega también su cetro.

El paje colorado se retira sin más por el costado izquierdo dando saltos de felicidad, de tenaz inocencia. Lo demás ya no importa, ni los gritos de su padre, ni las exigencias de su madre. Él ya tenía un lugar asegurado junto a las grandes estructuras de su mundo.

¿Qué le iba a preocupar la larga lista de tareas escolares que debía completar antes de graduarse de la universidad? Sus días eran jugosos: albercas, amigos, fiestas infantiles, juegos de recreo, baloncesto, nudos de su grupo de lobatos, cebollitas, caballadas, escondidillas, bote pateado y más.

Novela autobiográfica con ciertas licencias literarias

En aquellos días hizo también su Primera Comunión y repartió todos los recuerdos impresos que su madre le dio sin saber que eran los únicos. Los que guarda están en su memoria, aquel día que junto con su hermano, uno mayor que él, se alegró, más que por recibir a Jesús en su corazón como indican los rituales católicos, por la cantidad tan grande de amigos que llenaron el jardín trasero de su inmensa casa.

Ciertamente no hay mucho más que recordar de la infancia de un niño amoroso, alegre, en demasía sincero, que, de paso sea dicho, le gustaba jugar a ser el príncipe valiente, seguramente porque a la princesa de su escuela le hacía falta tener un soberano que la defendiera de los gritos de su papá, de los trastes en la cocina, del perro pastor alemán que, vaya a saber cómo, siempre conseguía escaparse de su jaula; de la perra que mordió a la vecina y nunca regresó del centro antirrábico. Porque ese niño, cual condena universal, tuvo que crecer.

Enfrentó tantas vicisitudes como cualquier otro a lo largo de sus primeros años. Se fue forjando un porvenir, a veces con ahínco, pero luego con miedo. El miserable miedo que luego le acompañó y que lo llevó a la larga a eso, a lo que es ahora, años y años después a quien se dice triunfante pero miserable, treinta y tantos más viejo.

Y ahora, sentado frente a una computadora, cuenta la larga lista de factores que le influyeron, desmitificado de sí mismo, impetuoso e intempestivo, incomprensible para muchos, irremediablemente conocedor de su destino y de sus circunstancias. Para llegar a ser lo que es, quizá influyó mucho su primer recuerdo de la vida: la marcha ante la princesa, no fue lo único, claro está.

En la novela se llama Jorge Luis, en la vida real José Luis

Constantemente añora, llora y recuerda los días simples, descargados de culpas, compromisos y responsabilidades. Suele sentirse saturado, ahogado, ignorado, invariablemente insatisfecho de las metas no alcanzadas o tal vez minimizadas, que prometieron mucho y fueron poco.

Miraba con esperanza el futuro hasta que un día algo pasó: la muerte se le acercó, y no mucho. Tenía un amigo, uno de esos que se dicen que son para toda la vida, que hablaba con él desde que balbuceaba, que compartió su jardín de niños, su primera etapa escolar y de repente un día, su padre lo llevó a vivir lejos, a otro país, en una etapa de cambios, donde no sólo se adolece del cuerpo, sino también del alma.

Pepe, su amigo entrañable, se fue a Nueva York. Miles de kilómetros de distancia. Y ¿ahora qué? ¿Con quién juntarse en la escuela secundaria? Tendría que hacer nuevos amigos, y los hubo, uno que otro, pero nadie al grado de juntarse con él en las tardes también, como Pepe, que vivía cerca. Y luego unas memorables vacaciones. No por buenas, por malas, pésimas, fatídicas.

Veracruz en su recuerdo era buena hasta ese momento. Había nacido en el heroico puerto. Visitaron a su madrina y pasaron un buen día. Ahí conoció a su primo. Lo invitó a quedarse unos días para pasear en moto y le prometió que irían a ver a unas amigas con las que podían besarse. Jorge Luis no quiso pedir permiso a su padre. Era muy enojón. Tampoco le motivaba mucho ir en moto. Su madre había hecho bien su tarea: las motos son peligrosas.

En la publicación aparecen fotografías de personas reales en la vida del autor

Luego, después de estar en el puerto, en la playa, viajaron a Jalapa, la capital, a ver a otros parientes. Ahí se enteró que el papá de Pepe había fallecido. Jorge Luis sufrió. Mucho. Nadie le había hablado bien a bien sobre la muerte, pero si tenía claro que quien lo hace, no vuelve. Una abuela y una amiga de su mamá no se habían vuelto a ver por aquí después de morir. La misma suerte tendría el papá de Pepe.

Antes que se fueran a Nueva York, el papá de Pepe les traía juguetes a sus hijos y a Jorge Luis también le tocaba algo. Al menos, Pepe y Luis podían jugar los mismos juguetes nuevos, americanos, modernos, entretenidos… Luis corrió por todo el jardín de la casa de Jalapa. No sabía si llorar, si aceptar, si rechazar, si marcar a Nueva York.

En sus trece años de edad, eso no cabe en la cabeza. No en la de Jorge Luis. Se refrescaban en su memoria las imágenes de una infancia divertida que se mezclaban con un mundo injusto, que sombreaban algunas bellas alegrías. Ahora no estaba con su amigo para consolarle, para ver que a pesar de la distancia, seguían unidos, necesitaba saber si ellos, la familia de Pepe, estaban bien. Siete vueltas al enorme jardín no eran suficientes para comprenderlo.

Entró con su mamá y lloró con ella. Marcó a Nueva York, platicaron; su memoria no recuerda la conversación pero sabe que eso le ayudó bastante a superar el momento. De vuelta a Puebla, en donde Luis vivía con su familia, grande, de ocho integrantes contando a sus padres, su mamá le informó la segunda trágica muerte que impactó a Luis sobremanera, fue la muerte del primo que se había ido en su moto a ver a unas amigas y besarse con ellas. Murió en un accidente de motocicleta.

La novela no trata todos los aspectos autobiográficos del autor

Quizá esa muerte le impactó más que la muerte del papá de Pepe. La vida de Luis tenía muchas otras experiencias importantes, que recordaba, que le gustaba atesorar, pero a decir de la jerarquía de los sucesos significativos que llevaron a Luis a escribir esta historia, la muerte del primo es, sin lugar a dudas, la más seria. El paje de la princesa le despertó a la vida. La muerte del primo, del que ni siquiera recuerda su nombre, a quien sólo vio una vez, que ni siquiera era su primo porque en su familia acostumbraban emparentar por los compadrazgos, le significó más que el sol a la Tierra. ¡Luis pudo ir con él en la moto!

La Edad Media llegó a su vida y se prolongó por muchísimos años. El príncipe valiente también era mortal. Apenas siete años antes despertaba a la vida cuando ya tenía con qué despertar a la conciencia y morir en el intento. Morir es lo más natural de la vida. Sentirse en peligro debería serlo también, pero no lo es, porque es morir sin estarlo. Luis se llenó de miedo, pudo haber muerto en la moto con su primo.

¿Qué habría sido de su vida si él hubiera aceptado la invitación de su primo? ¿Habría despertado pronto a los placeres de conquista o habría muerto en la moto junto con él? Porque pasado el tiempo, Luis se volvió miedoso y con ello retrasó mucho su relación con las mujeres. ¿Y si le decían que no? Lo que hace el miedo.

[…]

Novela publicada y descargable gratis aquí

Fragmento de la novela En mi pueblo no hay tequila

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El color de aquella gaviota era en su mayoría blanco con algunas manchas jaspeadas en las alas y vino a pasar cerca de los oídos de Alberta, pequeña sombra de su hermano Julián, que carecía del sentido del oído, precisamente, y tampoco hablaba. Pero la ha dado un susto, aunque no escuchara su graznido, que la tumbó espectacularmente al suelo cuando sintió su aleteo. Julián tomándola de la mano la levantó y le preguntó en señas por qué salió volando hacia la fina arena de la playa. Alberta se explicó asustada todavía. Julián comprendió a la más pequeña y se rio con ella como quince minutos en la aventura de su adolescencia febril.

Un par de horas les bastaron para reposar en aquel día de hirviente sol y fiesta del pueblo. Luego se levantaron de la hamaca y sobre sus propias plantas caminaron a lo largo de la calle hasta el centro del pueblo para ver las luces multicolores de los fuegos artificiales en el cielo estrellado. Tomados de la mano, como es su costumbre y necesidad, los hermanitos Arellano Díaz, hijos de una pareja de primos hermanos, de oficio pescadores, vagaban diariamente por el pueblo sin pronunciar una palabra. Ocasionalmente, gracias al recurrente paseo entre las cortas veredas del lugar, saludaban a los pocos habitantes que durante el día se aparecían por ahí. La mayoría abordaba el autobús mañanero para acudir a sus fuentes de trabajo en las plantas procesadoras de pescado que se instalaron luego de la revolución más allá del cerro de las tres crestas.

Novela sin terminar

Aquella noche, los trabajadores regresaban con ánimo de fiesta porque el fin de semana celebraban al santo patrono de Aguabuena: San Jacinto. Antes de volver, surtían sus alforjas con chicharrón, tortillas, salsas, mezcal o cerveza y cuetones en el mercado de la cabecera municipal, una ciudad vecina, mayor que Aguabuena, donde hacían parada los autobuses hacia la capital; su nombre es quizá más largo que ninguno en el mundo: Puerto Colgado del Mar por los Hilos de Santa Teresa y Apoyado en las Piedras de Sal, Casa de Pescadores y de la Santísima Trinidad. Era más fácil decirle Santa Teresa y casi nadie usaba la letanía oficial que le asignaron a principios del Siglo XX, cuando se le dio el noble y largo nombre. Ahí, en Santa Teresa, los trabajadores de Aguabuena debían cambiar de autobús. Sólo los sábados, los conductores retrasaban su salida por más de una hora para que los hombres pudieran beber sus alcoholes y comprar los víveres de la casa o de la fiesta, como en esta ocasión, que celebraban las fiestas de San Jacinto.

Julián pegaba un brinco cada vez que los cuetes estallaban en el cielo porque el estruendo le sacudía las entrañas. Alberta, en cambio, florecía de felicidad al ver las doradas mezclas de luces celestiales sin percibir el trueno de la sordera congénita al nacer de progenitores con parentesco entre sí. Vamos, Alberta, parémonos del otro lado de la iglesia para ver mejor. Su comunicación con señas desvarió entre los dos hermanos con el paso de los años, sólo entre ellos se entendían. Ni sus padres podían comunicarse correctamente con Alberta porque Julián se encargaba de ella al cien. Por días enteros la pasaban solos. En cuanto Julián cumplió catorce, su madre empezó a viajar en la barcaza con su padre, a veces por varios días. Los hijos vagaban sin cesar por el pueblo. Ellos caminaban a la escuela en época de clases y regresaban, se preparaban alimentos y a rondar de nuevo. Unas cuantas fiestas al año en el pueblo eran celebradas con cuetes multicolores. Esa, en honor al santo patrono San Jacinto, era la más esperada. En la plaza principal del pueblo ponían algunos juegos mecánicos, un rodeo, un toro mecánico y hasta puestos de comida, juegos de azar y paseo en caballo. Julián sabía que la única diversión gratuita eran los cuetes, por eso se paraba junto al palo donde el sacristán de la iglesia ponía fuego a las mechas. Alberta sólo podía sentir el calor de las chispas que dejaban caer los cuetes al dar su salto hacia las alturas.

Me encanta esta novela, tiene, según yo, grandes posibilidades

Aquella noche la historia del pueblo cambió para siempre. La brisa del mar, a una calle de distancia, se dejaba asomar a ratos por entre las cubiertas coloreadas de los puestos de comida y en las alas del pulpo mecánico cuando rondaban las alturas. Julián y Alberta caminaban entre los pasillos de la feria y burbujeaban sus lenguas cuando otros niños mordían junto a ellos sus panecillos con salchichas o sus algodones de azúcar. Los pescadores y el resto de trabajadores, si andaban con sus mujeres, se mareaban sin cesar en los juegos mecánicos o en los restaurantillos de comida y bebían ocasionalmente alguna cerveza o un vaso de mezcal, luego fumaban sus cigarros agresivos y aplaudían al grupo musical que ambientaba las mesas.

Más allá una marimba golpeaba las maderas con melodías festivas. Y el alcalde se paseaba entre la gente como cualquier otro, con su familia. Un par de policías controlaban a los briagos que podían alcanzar con su vista, los demás se quedaban fuera de la jurisdicción aunque estuvieran en la misma plaza. Esos borrachos que nunca faltan y que exceden su capacidad de control personal. El sacerdote asignado a la iglesia, que sólo llegaba a celebrar los sábados sus insoportables discursos bajo el afanoso calor de la tarde, esa noche también se pasó de tragos y estaba muy feliz animando a las jovencitas adolescentes que organizaron bailes en uno de los pasillos frente al palacio municipal. El pueblo, aparentemente tranquilo y diáfano en cualquier mapa, tenía sólo unas cuantas manzanas urbanas, a lo más diez. Lo demás era playa y chozas de palma bordeadas por cercas de madera y púas o muros de media altura improvisados con las piedras de cimentación. El principal causante del descontrol general de aquella noche fue un incendio provocado por la lámpara de petróleo en una de esas chozas que distaban apenas una calle y media de la plaza principal. Pero el incendio fue controlado a tiempo, lo que sucedió fue que un par de adolescentes que vivían en esa casa corrieron a la plaza gritando. Su madre había quedado atrapada dentro con dos de sus hijos más pequeños.

Si te gusta este fragmento, dímelo; me motivarás a continuarla

Los primeros que escucharon a los gritones desesperados fueron Julián y el sacristán que encendía los cuetes de la tercera ronda, cerca de las doce de la noche. Julián le hizo señas a su hermana para que corriera a su casa para buscar a su vecina, Doña Claudia, una sesentona sin dentadura que usaba coleta india hasta las nalgas. También le dijo que se verían unos minutos más tarde en la puerta de la iglesia, mientras él iba a buscar al sacerdote.

El sacristán corrió junto con los adolescentes a sofocar el fuego y auxiliar a su madre en el rescate de los pequeños. Claro que él no sabía, mientras corría, todo aquello que sucedía en la choza, porque cuando llegó le sorprendió seriamente el avance del fuego que se alimentaba fácilmente con la briza que llegaba del mar. Otros dos pescadores se encargaron de alertar al resto de los trabajadores y sus familias que estaban en la feria. Su método intempestivo y alborotador causó tal revuelo que la gente se asustó y empezó a correr despavorida llevándose a su paso los puestos de comida, las mesas, las sillas y los juegos de azar. Como las conexiones eléctricas de los focos multicolores de la feria en los pasillos y en los puestos fueran improvisadas, con la jauría vinieron a dar al suelo quebrándose todo lo que pudieron y en una esquina de la plaza provocaron un corto circuito que fundió los fusibles y obscureció la plaza por completo; eso generó pánico entre la gente y un diluvio de gritos se presentó súbitamente. Mientras el sacristán rodeaba el fuego para alcanzar a la mamá de los adolescentes y sus pequeñines, logró sacarlos antes de que él mismo corriera peligro. Luego, con la ayuda de los hijos, tomaron unas ramas de palmera y empezaron a apagar el fuego de las orillas para evitar que se propagara a otros sitios del pueblo.

Algunos parajes no los invento, los recuerdo

Julián esperaba a su hermana en la puerta de la iglesia pero la gente corría de un lado para otro y la pequeña y su vecina doña Claudia no aparecían. Al desesperar, empezó a caminar entre la gente buscándolas y se dirigió descalzo hacia su casa por la avenida principal que daba a la playa. Por un lado y por otro se congregaba la gente provocando un caos enorme. Los juegos mecánicos quedaron varados con la gente encima y muchos no podían bajarse. Algunos pequeños se entrelazaban con la gente y llorando buscaban a sus padres sin lograrlo. La cantina del pueblo también tuvo destrozos: los cigarros rodaron entre las mesas y el alcohol de las botellas causó un nuevo incendio que terminó con toda la edificación, matando a dos hombres que quedaron atrapados en el interior del baño. El alcalde trataba de poner orden en cada lugar al que llegaba, pidiéndole calma a la gente y apoyándose en algunos ciudadanos que se inscribieron voluntariamente al restablecimiento de la paz.

Julián llegó a su casa y no encontró ni a Alberta ni a doña Claudia en la casa contigua, por eso regresó a la plaza procurando que sus ojos no le engañaran con la obscuridad y las sombras que la gente le daba al pasar. Mientras pasaba frente a la cantina en llamas logró divisar a uno de sus amigos que tomaba de la mano a su hermana. Darío y Elena no supieron darle razón de Alberta y prefirió quedarse cerca de la cantina porque era el único lugar que emitía alguna luz en donde podía percibir con más detalle los rostros de la gente que pasaba. Unos para allá, otros para acá. El cielo se cubrió de humo. Los rostros de angustia. El suelo de tizne. A lo lejos, Julián vio que su amigo Darío se acercaba a un rincón de la primera casa junto a la cantina para auxiliar a una pequeña niña de dos años porque se desesperó en la multitud y lloraba amargamente. Su carita la tenía sucia y deslavada de las lágrimas y las llamas le iluminaban el rostro irregularmente dando la impresión de ser un tronco que se movía.

Dejaré los párrafos como están, como me gustan… muy largos.

El corazón de Julián se aceleraba con los minutos, sus pantalones cortos y sus piernas flacas se combinaron para que sintiera frío al alejarse de la cantina. Como pudo llegó a la iglesia que aglutinaba a dos centenares de personas entre los espectadores y quienes iban buscando al resto de su familia, como lo hacía Julián. Como una sopa de dominó, la multitud pasaba empujando a los demás abriéndose paso sin misericordia. Los padres de familia cargaban a los más pequeños para que no fueran arroyados por la turba. Quiso subirse a una barda para ser visto pero no pudo porque toda ella estaba llena de gente. En otros tiempos más tranquilos, así mismo con sus pantaloncillos cortos, su playera sin mangas y su sombrero de palma, mientras el padre oficiaba la misa de los sábados por la tarde, Julián trepaba a su hermana en la barda lateral de la iglesia y caminaban haciendo equilibrio cuando lo más lejos del suelo era de un metro y medio; si caían, lo soportaban sus piernas sin problema, especialmente porque la caída sucedía forzosamente sobre la arena de playa acumulada por años a los lados del perímetro desfigurado de ladrillos avejentados. Esa noche la barda servía de mirador, en busca de los perdidos. De repente algunos levantaban las manos con sus encendedores para ser localizados fácilmente, pero al poco se cansaban y los ojos empezaron a alucinar figuras que les mareaban. Por momentos, la feria seguía pareciendo feria. Gente que ya no corría porque se cansaba de tanto buscar y simplemente vagabundeaba por los pasillos de la plaza. Los puestos empezaron a levantar sus pertenencias y a retirarse y sólo una señora que vendía refrescos vio la oportunidad de seguir ofreciendo sus productos a quienes su garganta les causaba resequedad por tantos gritos y por el humo que tragaron. Como un efecto natural, quienes habían encontrado a sus familiares se retiraron a sus casas, haciendo más fácil la búsqueda a los demás. Pero doña Claudia y Alberta seguían sin aparecer. Dos pescadores empezaron a auxiliar a Julián en su frustrada exploración del terreno. Volvió a su casa más de cuatro veces, tratando de localizar a su hermana a quien no era necesario gritarle porque era sordomuda, era imperioso encontrarla con la mirada. Se acordó que en casa tenía una linterna y entró a buscarla. Sus padres llevaban días fuera, en altamar, entonando cantos mientras echaban la red y refrigeraban sus cosechas. Se suponía que llegarían al pueblo para la fiesta de San Jacinto, pero no lo hicieron. Una vez que Julián sacó la linterna, se encaminó de nuevo a la plaza en busca de su hermana. Unas cincuenta personas todavía rondaban por la zona. La gente de los juegos mecánicos había logrado reestablecer la luz sólo en sus pequeños territorios con lo que pudieron bajar finalmente a los atrapados en la zona más alta de los aparatos. La cantina ya era una carcasa de escombros y la iglesia lucía pequeña junto a los armatostes de la feria. Julián encontró a doña Claudia terminando de recoger un puesto de elotes que seguía vendiendo poco antes de dar las dos de la mañana. Alberta no estaba con ella. Discutieron un momento tratando de entender que la señora no estaba en casa y su hermana, por tanto, no la encontró allí; definitivamente estaba sola y perdida. Fue cuando se le ocurrió bajar hasta la playa para localizarla. Había ido en busca de sus padres a quienes divisó a lo lejos en el horizonte y estaba sentada en la orilla esperando que ellos se acercaran a la playa. Cuando finalmente la barcaza se puso al alcance de la vista, se soltó a llorar porque no eran sus padres, sino otros pescadores que volvían también, después de unos días a vender el fruto de su trabajo. No supieron indicar la fortuna de los padres de Julián y Alberta y regresaron a la casa, avisando a sus ayudantes que la pequeña había aparecido.

En mi pueblo sí hay tequila, claro está

Pero cinco personas no aparecieron. Cuatro adultos y un adolescente, Darío, el hermano de Elena, amigos de Julián. Cuando una pareja de esposos llegaron por la mañana a casa de Julián, haciendo sonar la puerta de madera con los nudillos de él, el muchacho salió para atenderlos. Alberta aun dormía en su hamaca a un lado de la puerta y no se enteró del llamado. Estamos buscando a nuestro hijo Darío, ¿no lo has visto? Mientras buscaba a mi hermana anoche, lo vi frente al Chacal, la cantina que se quemó. Sí, su hermanita Elena nos contó que te saludaron ahí, pero luego fueron a auxiliar a la hija de Gabriel, el tendero, donde mis dos hijos se separaron, ahora no encontramos a Darío, ¿no lo viste después? No señor, ¿ya lo buscaron en la playa? Porque anoche mi hermana estaba llorando ahí. Lo hemos buscado por todo el pueblo. Y entre la charla, Julián presintió que su amigo Darío había sido raptado, pero no se lo dijo a sus padres. Procuró despedirlos pronto y se dispuso a despertar a Alberta, en su mente creó un plan para encontrarlo, aunque no lo haría sin su hermanita. El sol arremetía su coraje contra las tejas de la pequeña casa y el viento partió para otros lares. Cuarenta grados a la sombra. El sudor entre los escuálidos brazos de Julián goteaba a razón de un vaso por cada dos horas. Su cuerpo, en pleno crecimiento, ahogaba de mal olor a un metro de distancia. Sus largos cabellos también daban signos de descomposición. Mientras su hermana se atendía sola, él se arrinconó en el patio, junto a los toneles de agua, para darse un baño. Una parte de su cuerpo ya recibía los rayos candentes del sol mientras que otra se dejaba cobijar por la sombra de la casa. Algunos años antes, cuando los papás de Julián se casaron, vivían en Santa Teresa, pero al sentirse rechazados por sus propia familia, porque eran primos, decidieron apartarse de ellos y se mudaron a Aguabuena para vivir ahí, sin presiones, el amor que se mostraban el uno al otro. Su padre, también de nombre Julián, se dedicó a la pesca, porque en la procesadora industrial no quisieron darle trabajo; uno de sus primos trabajaba ahí. Cuando empezó, apenas si el pueblo tenía unas cien familias, ahora, con la llegada de mercancías, se multiplicaron los habitantes rápidamente los últimos cinco años. Ahora eran más de quinientas, sin contar al centenar de hombres que vivían solos a las orillas de la playa. Julián, el padre, construyó la casa poco a poco, empezando por una cabaña de palmas y fabricó sus propias paredes cambiando ladrillos por pescado. El techo lo cubrió con madera y le puso tejas mirando al cielo. Era una casa pequeña, de paredes blancas para evitar plagas con la cal. De cualquier modo, entre las tejas los nidos de cucarachas se multiplicaban fácilmente. Ellos ya estaban acostumbrados.

¿Dónde están los padres de Julián?

En el camino a la plaza, Julián encontró un puñado de monedas, una por una, que la gente en el alboroto dejó caer. Un grupo de gente se reunió en torno a la extinta cantina para velar su ausencia y admirar su nueva fachada en color negro carbón. Llevaban en sus manos botellas de cerveza que compraron unas calles más abajo, donde estaba la tienda de don Gabriel. La plaza lucía gris tiznado y el desorden generalizado parecía escena del fin del mundo. Julián lucía un hermoso collar hecho con los dos brazos de su hermanita Alberta, y jalaba la yunta tomando las piernitas, y aunque ya estaba por cumplir doce años, estaba tan pequeña como una niña de siete. Él conocía las ruinas de una antigua casa en medio de la sabana subtropical ubicada entre Aguabuena y Santa Teresa. Supuso que Darío su amigo había sido secuestrado y llevado allí por dos de los hombres que desaparecieron también durante la noche. Los otros dos murieron en la cantina. Entre los trabajadores de la planta de procesamiento había costumbres de pederastia y su madre le previno muchas veces al respecto. Durante el trayecto, siguiendo un camino muy angosto que conocía bien, su sombrero de palma voló varias veces porque su hermana, colgada a la espalda le empujaba con la cabeza. Finalmente la dejó caminar y el sombrero hizo un nido en su cabello. Cuando Julián, años después, tuvo a su primer hijo, lo cargaba del mismo modo y se acordó de aquel día buscando a Darío porque el sombrero repitió su caída de la misma forma y en el mismo camino. Julián tuvo trece hijos y fundó una tribu preciosa que terminó adueñándose de la mitad del pueblo de Aguabuena, pero aquellas reliquias atesoradas en su viejo corazón no existían todavía en aquel domingo posterior al más memorable festín de locura en la plaza del pueblo.

Dos chiquillos solos en el mundo

Cuando estaban a unos pasos de ingresar en los terrenos de la casona abandonada, Julián se detuvo con sigilo a revisar si algún maleante se movía por la zona. ¿Quién sabe qué esconde el corazón de una preadolescente sordomuda que, sin saber a dónde le llevan, prefiere sonreír a su hermano? Un exquisito romance fraternal frente al diluvio de grados centígrados sobre su largo y lacio cabello, ella prefiere enviarle un mensaje tan humano como antiguo que es la empatía. Ella le miró. Él la miró. Ella le sonrió y él se sintió feliz, pese a su cansancio, pese a su silencio eterno, pese a la ausencia de sus padres. Poco a poco, temeroso del resultado que iba a encontrar en la casona, se acercó procurando no quebrar ramas con sus pies y habiéndole indicado a Alberta que fuera cuidadosa de pisar las ramas. No podía decirle que no hiciera ruido porque ella no sabía qué era eso, pero bien podía cuidarse de caminar sólo por entre la arena y las piedras. La naturaleza hizo la tarea cubriendo con matorrales los desgastados suelos de la casa, entre los trozos de cemento que cayeron del techo y los dentados martillazos de la caída del recubrimiento de algunas paredes. Las ventanas de vidrio se hallaban esparcidas entre dentro y fuera y los marcos de madera que en algunas betas tenían rastros de pintura blanca se caían a pedazos por la polilla.

Una, dos, tres, cuatro habitaciones en el mismo estado de destrucción, incluso corriendo peligro por los trozos de techo que aún estaban por caer, se fueron moviendo cuidadosamente, ya con menos miedo por encontrar a algún maleante que quisiera hacerles daño y terminaron sin éxito la misión de encontrar a Darío. En la mente de Julián se dibujó un nuevo plan, recordando que más adelante, sobre la misma vereda había un sitio parecido, y aunque el cansancio de la primera caminata no se había ido por completo, emprendieron la segunda sin demora. Alberta no lo sabía, pero Julián presentía el peligro que Darío, su amigo, podía estar pasando. Ni el calor, ni el cansancio, ni el sueño, ni el peso de su hermana en la espalda y el ardor del cuello con el sudor de los brazos de Alberta, detuvieron a Julián en su afán por encontrar a Darío. Nuevamente el pie que se calcina al entrar en contacto con las arenas de la sabana y nuevamente el recuerdo que viajaría por años en el tiempo del sombrero que rodaba por el suelo. Indulgente con la incomodidad de su hermana aceleró el paso finiquitando el procedimiento en cuanto pudo.

[…]

Novela no publicada todavía…</i