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Era la mañana del martes santo cuando el grupo de amigos cercanos de Andrés: Raúl, Ignacio, Arturo, Fernando y Eduardo, durante el receso en las actividades, caminaron cerca de la reja trasera del gran jardín que desemboca en una calle de terracería. A lo lejos vieron venir a una chica joven que salía de la escuela y caminaba a lo largo de una vía del tren ya en desuso. Los últimos pasajeros de ese vehículo se bajaron del vagón una tarde de mayo de 1957 en la estación que, a pocas calles de ahí, lucía derruida.

¿Qué es Lujuria en la sotana?
Lujuria en la sotana es una obra literaria y por tanto pertenece al género de ficción. Cualquier parecido con la realidad es meramente intencional.

Muchos de los sucesos narrados, personajes y ambientes descritos en la presente obra provienen de información recabada por el autor con las adecuaciones necesarias para dar dramatismo a la historia.

Es una novela que reúne varios estilos: romance, aventura, drama, misterio y terror.


Un juego de poder en las entrañas de la Iglesia católica

La señorita no tardó en darse cuenta que los muchachos, sin saber que eran seminaristas, la miraban con cierta lascivia; especialmente Arturo, que aún sabía muy poco del amor. Sus compañeros, jugando como muchas otras veces, lo conminaron a brincar la reja y cortejar a la chica.

Los viejos fierros de la reja perdieron varias veces su pintura. Al menos treinta años sin recibir mantenimiento alguno, daba la impresión de ser una salida clausurada. Sin embargo, el candado era nuevo, al igual que la cadena; podría suponerse que los reemplazaron recientemente por algún intento de ingreso de pandillas callejeras de la zona. El mismo diseño de los barrotes decorados en volutas, facilitaba sin problemas usar la reja misma como escalera para saltarla.

Opinión de la Psicóloga Diana Castro, asesora sobre psicología de los personajes
¡Tu libro me enganchó inmediatamente y lo difícil era soltarlo… Fabuloso!
Es adictiva y sorprendente.
Un drama de nuestro tiempo
y una tradición añeja

—No seas marica —insistió Eduardo, el más lenguaraz de todos ellos; muchas veces él también fue calificado por sus amigos como timorato.

Siendo seminaristas, la conducta esperada ante el resto de las personas sería de jóvenes educados y respetuosos. Las nuevas generaciones rompían por lo general los esquemas y, además de malhablados, fantaseaban más que antaño con la posibilidad de una aventura romántica.

Aunque hablaban de más, sólo uno de ellos experimentó antes el sexo con una mujer. Los demás sólo usaron su imaginación y presumían experiencia en el tema.

La bendición de una abominación.

—¿Qué importa si nos ven?, no pasará de un regaño. Apúrate si no quieres que el padre Gilberto venga y nos meta en la iglesia a hacer penitencia.

La presión social causó el efecto esperado y, dado que la chica era propietaria de unas piernas brillantes, Arturo terminó saltando la reja y procuró alcanzar a la colegiala; tropezó con cualquier piedrita del camino, debido a sus incontrolables nervios. El sol inclemente sofocaba la mente de todos ellos.

Características de la publicación.
-Segunda parte de la trilogía Herejías.
-503 páginas.
-Disponible en PDF e impresa desde Amazon.com
-Publicado por Koller Scrite
-Una intrincada trama en la que Eusebio, el protagonista, lucha contra el celibato de los ministerios católicos, enfrentando las terribles fuerzas de la tradición.

«Menos mal que aquellos se han quedado dentro, le diré que me han obligado, que finja darme un beso y tendrá de nuevo el camino libre a su casa.» Nublado de la vista, Arturo, el de la estatura de en medio entre todos ellos, con sus graciosos ojos verdes, su peinado lengüeteado por el gel, con sus veintidós años encima, parecía más bien un escuálido adolescente en etapa tardía.

—Hola —dijo a tres metros de distancia todavía, ya en un descarado acoso, apresurando el paso.

La lucha intestina de la Iglesia

Ella portaba uniforme escolar. La falda se levantaba un poco por encima de las rodillas. Llevaba su peinado recogido con una coleta y las calcetas que perdieron la sujeción a lo largo de los meses que llevaba ya el curso escolar, se arremolinaban en torno al calzado.

—Déjame en paz —gritó ella con una voz arrugada y el terror evidente en los ojos.

Arturo se acercó lo suficiente para que ella arremetiera un puñetazo en la cara que casi le desorbita un ojo. Él se repuso de inmediato, pues la frustración frente a sus amigos, expectantes a quince metros de distancia, le causó una indignación tal, que terminó empujando fuertemente a la señorita. «¿Qué te pasa?» Ella fue a dar al otro lado del durmiente de la vía del tren. Arturo se arrepintió de inmediato, sólo que el daño ya estaba hecho. Arturo, al voltear, notó que sus amigos ya corrían hacia el edificio del claustro a más del doble de distancia. Marchó a toda prisa mientras se cercioraba que la víctima de su ira pudiera levantarse y correr a todo lo que su lastimado cuerpo podía resistir.

La lucha contra el celibato.

Se aterró al ver el alcance de su arrebato mientras la adrenalina le facilitó saltar la reja y emprender una carrera alcanzando a sus compañeros justo cuando se escondieron en la zona de la basura, junto a la cocina. No menos asustados que él, notó cómo sus amigos habían cambiado las miradas de solidaridad y camaradería, por las de reproche, mientras tapaban su nariz para evitar el hedor. Juzgaron de inmediato a Arturo, calificando como bajeza esa reacción de su compañero, prefiriendo mantenerse lejos de él. El sol quemaba, pero en el resquicio de la basura pudieron encontrar alivio, no así Arturo quien no pudo más y se soltó a llorar. Ni él mismo sabía si le dolía más el rechazo de la joven, su infortunio o el desprecio de sus compañeros y amigos.


Saliendo del comedor, esa misma tarde, cuando todo el grupo se disponía a ingresar en la sala de pláticas, frente a la cruz de piedra del patio central, el padre Gilberto los detuvo y con la inquisidora mirada les señaló que debían seguirle. Los llevó a la zona de ingreso, por donde las escaleras movían la cola al verles pasar, y los encerró a todos en una habitación destinada a la lectura. Era un área muy breve, pero el anciano cura les orilló a sentarse en cualquier sitio, incluso el suelo.

—Ahora mismo me van a decir quién de ustedes fue el que le rompió un hueso a una estudiante que pasó hace un rato por la vía del tren.

El dramático silencio y el sufrimiento de las víctimas visto desde dentro de la institución.

Las canas del sacerdote imponían sobre la conducta de los jóvenes no sólo el respeto suficiente como para hablarle con la verdad, pues era su maestro de Fenomenología de las Religiones en el Filosofado del seminario, también el miedo que su edad, autoridad y experiencia, les inspiraba. Los conocía bien y, al ver durante la comida cómo se miraban entre ellos, supo de inmediato que guardaban el secreto que esperaba descubrir. Pocas veces en los años de conocerse, le vieron tan enojado.

No sabían si mirar hacia el librero, el hermoso candil central, el tapete rojo sobre el que pisaban o las desfiguradas pinturas que sobrevivían el paso de los siglos en las paredes. No les fue posible escapar de la acusación. Como ninguno habló, aunque pudieran delatarles sus miradas y el moretón en el ojo que Arturo cubría discretamente, el cura no adivinó quién de ellos se metió en tal aprieto; ese que se comportó como un animal, siendo un aspirante a sacerdote. Arturo moría por dentro. Descuartizada en un segundo su integridad como persona, exhibida su mezquindad, no atinaba a confesar su fechoría. Permanecía recluido en un rincón de la sala, esperando que un milagro le salvara la vida, le facilitara un camino para escapar sin reprimenda alguna, conservar al menos su permanencia como estudiante del seminario. De sus manos escurría un sudor delator, mojando ya toda la superficie de su pantalón sobre sus fémures.

Sacerdotes pederastas

El milagro llegó poco después. Un prodigio salvador de la humanidad se presentó en la habitación portando el nombre de Eusebio y su inmejorable carácter cuando convivía con los jóvenes. Siendo superior en jerarquía al Padre Gilberto, con una perspectiva filosófica relajada o incluso contradictoria a las estrictas reglas tradicionales, irrumpió sin temor al mitin y sacudió la sobrada tensión que se respiraba.

—¿De quién es el velorio? —y los rostros angustiados atisbaron sonrisas forzadas, pero liberadoras.

Sacerdotes casados

—Sucede, Reverendo Eusebio, que uno de estos jóvenes acosó a una señorita esta mañana, cuando ella caminaba por la vía del tren. No conforme con ello, cuando ella lo rechazó, el demonio se apoderó de su alma y ha corrido tras ella para empujarla y romperle un hueso del brazo.

El viejo acusador mostraba toda la indignación que su rostro le permitía. Era uno de esos hombres de duro carácter, de ideas tradicionales, insistente promotor de conductas responsables. Le tocó vivir un mundo distinto, pletórico de valores, donde se guardaba celosamente la compostura, recriminando cualquier conducta impropia. Toda su cabellera, grande y vasta era blanca, su frente apenas exponía entradas al cabello y sus cejas, pobladas de canas, se inclinaban al centro en señal de enojo. Obligado a usar gafas de amplia superficie con una media luna de mayor aumento para la lectura y, a cuerazos educado, si no es que más bien amaestrado, creía que el mundo debía rendirse de modo fascista a la disciplina, sin poder concebir un mínimo de flexibilidad o laxitud a sucesos tan lamentables como ese.

Sacerdotes homosexuales y pederastas

En cambio, Eusebio, acostumbrado a lidiar con las conductas libertinas, no sólo de los feligreses y sus estudiantes, sino también de los curas que él mismo comandaba, además de vivir en constante pecado según los catecismos y leyes eclesiásticas o divinas, vio aquello con menor devoción. Era necesario reprender de algún modo para evitar la propagación de la desobediencia y el libertinaje, pero difícilmente aplicaría una pena mayor. También sabía que el padre Gilberto no le perdonaría si minimizaba la culpa de un joven estudiante del seminario, así que instó al viejo a dejar el asunto en sus manos. El castigo sería secreto, como casi cualquier asunto eclesiástico.

Con los años, el colorido de las paredes se perdió, no así su majestuosidad. La sala cerca del acceso principal al claustro de lo que fuera en otros tiempos un convento donde los monjes franciscanos consagraban su vida a Dios, se formaban, meditaban y procuraban servir a la gente de aquella ciudad cuando todavía era un pueblo en tiempos de la revolución, generaba psicológicamente a los habitantes, a quienes ingresaran en ella, una represión automática. ¿Cuál sería su cualidad impositiva que desde su sola atmósfera controlaba a la gente? ¿Acaso causaba un sometimiento a la rigidez de las normas eclesiásticas? Las figuras pintadas por los indígenas coloniales esclavizados por las autoridades religiosas intentaban manifestar el miedo que sentían por los castigos, humanos o divinos, si desobedecían la moralidad o la disciplina. Eran representaciones de mexicanos arrodillados ante los conquistadores o las órdenes religiosas. El color opaco que mostraban no disminuían su poder de persuasión, capaces de obligar a los visitantes a agachar la mirada, besar la mano de los reverenciados en su posición de poder, incluso ofrecer sacrificios para ellos como símbolos representativos de la furia celestial.

Sacerdotes gays

En tiempos de la esclavitud que ejercían los españoles sobre los indígenas mexicanos, esa pequeña habitación fue el espacio para la violación sexual de muchas mujeres y el homicidio de, al menos, un par de ellas. Los cronistas de la Nueva España narran cientos de abusos de caciques y evangelizadores a las mujeres indígenas. El Papa Alejandro VI obligó a los Reyes Católicos, Isabel y Fernando, a convertir en creyentes a todos los súbditos de su corona. Con ese pretexto, un gran número de frailes, curas y evangelizadores llegaron a América para transmitir la palabra de Dios a los aborígenes. No todo fue miel sobre hojuelas. En las narraciones dejaron indicado cómo pensaban sobre ellos en diversos textos, como el que rescata Ruy Díaz de Guzmán diciendo: «son muy lindas y grandes amantes, afectuosas y muy ardientes de cuerpo», presumiendo a los Reyes sus hazañas. Los conquistadores venían de una sociedad muy reprimida y las indígenas tenían otra forma de ver la sexualidad. Toda la época de la colonia tiene registros de innumerables violaciones a quienes llegaron a esclavizar. Por eso los países americanos cuentan su historia en términos de violencia, los pueblos se organizaban para defenderse y así, también murieron muchos nativos.

Adoctrinados como estaban desde su ingreso al Filosofado en el seminario, cuatro años atrás, o seguramente desde antes, desde niños, acostumbrados a las reverencias en las iglesias, en el respeto a cada una de las palabras de sus progenitores, los sacerdotes y los maestros, los jóvenes yacían ante Eusebio y el padre Gilberto en calidad de incondicionales. Eran capaces de trasgredir las reglas fuera del alcance de su vista, mas no frente a ellos. Las cadenas psicológicas eran tan poderosas que les resultaba imposible dar permiso, siquiera, a los malos pensamientos. Arturo, el principal acusado aquel martes del retiro, no tenía el valor de enfrentar las consecuencias de su acto casi criminal. No justificaba su acción con alguna frase como: «fue un accidente» o quizá otra como: «me iré con los jesuitas» para descargar la culpa que tanto las paredes, las miradas de sus amigos, la programación cerebral y la autoridad que de los padres ejercían sobre él, y a la que se sometía sin cuestionamientos.

Sacerdotes promiscuos

La vestimenta de los jóvenes no variaba mucho, sus pantalones de mezclilla o pantaloncillos de lona y playeras de diseños más bien graciosos, de gran colorido, estampadas o lisas, por dentro o por fuera de los pantalones. Los curas, aunque acostumbraban llevar sotana todos los días, en los retiros se permitían vestir con ropa similar a los laicos, camisas blancas de magas largas o cortas, jerséis, chalecos, chamarras o también playeras. Casimires o mezclilla en los pantalones.

—¿Por qué te escondes, Arturo? —causando una terrible descarga eléctrica en el cerebro del joven.

Sacerdotes abusivos

De inmediato empezó a llorar, desahogando los nervios, demostrando que se sentía derrotado ante tal ejército de acusaciones y reproches.

—Perdón, Reverendo —dijo entre sollozos. Los propios compañeros se dejaron sensibilizar por el dolor que su amigo estaba sintiendo—. No actué con prudencia.

—¡Le has roto un brazo a esa señorita! —habló con dureza—, quiero que vayas por tus cosas y bajes de nuevo; espero que vuelvas en menos de cinco minutos.

Arturo actuó sin chistar, llorando, sabía que era el castigo merecido. Los demás, atónitos, con lágrimas en puerta, asustados por el extremo castigo, no podían emitir sonido alguno. Temían que, si usaban las palabras incorrectas, recibirían la misma penitencia; así que sus cerebros, además de producir terror, buscaban estratégicamente ciertas palabras dignas de un seminarista en caso de requerirlas. Eusebio les miró fijamente, con ojos que los muchachos describirían como demoníacos.

Ellos se preguntaban, aunque suponían, ¿cómo el Reverendo pudo adivinar de inmediato quién fue el culpable de perseguir a la estudiante sobre las vías del tren? La respuesta no la encontraron, pero él, experimentado observador de su entorno, de inmediato dio con el agresor.

En absoluto silencio, Eusebio dejó pasar los minutos provocando la mayor tensión posible en los jóvenes. Sabía que, llegado el momento, daría una válvula de escape a su martirio. Sin embargo, consideró necesario establecer su papel de autoridad plenipotenciaria frente a ellos. Andrés estuvo a punto de desafiar la ecuanimidad obligada, conocía muy bien al Reverendo Eusebio y no lo creía capaz de cometer una injusticia por indagar al menos si su amigo Arturo sólo abandonaría el retiro o si iba a ser expulsado del seminario. Sin embargo, ni Andrés terminó de elegir las palabras adecuadas para preguntar al sacerdote; menos los otros cuatro. Prefirió esperar a que el superior fuera quien diera el primer paso. Pero sus palabras no llegaban.

Justo antes de completarse los cinco minutos, Arturo ingresó con su mochila a la recepción, con la inconfundible muestra de haber llorado amargamente, rompiendo el martirizante silencio del recibidor que les carcomía por dentro.

—Quiero que llames a tus padres para que vengan por ti. Pide en el comedor que te dejen hacer la llamada.

Arturo no vaciló en obedecer y se marchó sin solicitar la devolución de su teléfono celular, retenido por los evangelizadores al inicio del retiro. Eusebio volvió a torturarlos con un silencio total por otro minuto. Cada uno de los amigos, cómplices del acosador, se preguntó qué pasaría con ellos. Evaluaban su infortunio personal y ninguno se atrevió a romper ese silencio.

Fue el propio Eusebio quien, al verlos sometidos, sin provocar en ellos la más mínima rebeldía, preguntó:

—¿Es que ninguno de ustedes va a defender a su compañero?

Nadie quería poner en riesgo su cómoda distancia con el acusado, se refugiaron en un individualismo perezoso. Tampoco creyeron que Arturo fuera inocente. Se avergonzaban de él. No obstante, Eusebio quería otra cosa y los jóvenes no adivinaron sus intenciones. Asomaban bajo el cuello de su camisa los vellos combinados en negro y canas que parecían simplemente aclarar el tono, lo mismo que en su cabello, sano y fuerte, siempre peinado con detalle, sin quiebres, como si usara un fijador. Sus orejas eran algo grandes y la piel relucía como si tuviera 30 años, salvo en la parte que se rasuraba; ahí, si se observaba con atención, ya exhibía algún desgaste mayor. Nada que a él le preocupara. Gracias a su mirada, sus grandes ojos y las cejas ligeramente separadas entre sí, empujadas por un hueso craneal sobresalido como techo, conquistó siempre a quien le viera.

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Por Joe Barcala

José Luis García Barcala, Joe Barcala, es Maestro en Literatura y Licenciado en Comunicación. Nace el 6 de septiembre de 1967 en el Puerto de Veracruz. Tiene 8 obras publicadas y publica en distintos espacios.

3 comentarios en «Fragmento de la novela Lujuria en la sotana»

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