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En la época que nos ocupa, aludiendo al génesis de El Perfume (Süskind, 1985) reina en las ciudades un hedor imperceptible, las personas se volvieron inodoras, porque no hay narices para advertir los aromas de la contaminación, de la basura que producen, de la sangre que derraman. Se han vuelto también mudos, no se saludan por las calles, no sonríen porque temen el compromiso de nuevos amigos, no gritan las injusticias, no se alarman por la muerte, los ríos de muertos que anuncian los medios. Es una época más lúgubre que aquella cuando los drenajes eran los caminos de los pueblos.

El sentido de la vista, en estado crítico, deja de ver lo importante. Prefieren ver lo divertido, se burlan del caído, les entretienen las matanzas y un imperio de la ignorancia reina sobre los libros clásicos, abandonados en anaqueles. Pululan las noticias falsas, las investigaciones insulsas de gente que ni siquiera sabe un átimo de metodología. Ciegos por convicción. Atados a sólo imágenes violentas, multicolores, ensordecedoras.

Y son sordos. Escuchan a conveniencia, dispuestos a dejarse seducir por «religiones falsas» (lo cual es un pleonasmo puro), creyendo idioteces. Todo lo que escuchan no pasa el filtro del pensamiento crítico y entra directamente en su torrente sanguíneo, haciendo fervor por lo inaudito. No pueden escuchar el grito de un niño que implora atención, que desea un sano juego de pelota sin reglas ni repeticiones en el var.

Inodoros, incoloros e insípidos.

Así es esta generación de humanos-agua, no huelen, no emiten señales lumínicas, no tienen sabor. Es la peste, todo apesta. Es el olor al estiércol monetario, al consumismo que volvió la educación en un negocio, el nacimiento de los niños y el amor en matrimonio de 50 mil bolas para fiestas que terminan en borracheras y francachelas. A estas, fueron puras las tertulias dionisíacas, bacanales de alegría, convivencia, vino y orgías llenas de amor. Hoy cuestan dinero, hay hipocresía, debaten sobre artistas de televisión y se ríen de los que no tienen para derrochar el dinero que tienen prestado.

No huelen, no ven, no saben.

En estos términos, apestan los jóvenes y los viejos, los patrones y los obreros, la publicidad a mentira, los sermones a vejaciones y pornografía con monaguillos, los discursos a entrega de cuerpos en enfrentamientos con inocentes, los mares a basura de unicel y plástico, los árboles a tristeza, las nubes a contaminación, la producción a explotación, las ideologías políticas a invasión imperial, las películas a enajenación, la televisión a dominio de masas. Todo huele muy mal.

Increíble que a estas alturas no haya terminado la guerra. Cada quien jala agua para su molino en un individualismo insensible a los gritos de dolor y angustia de millones hundidos en la podredumbre y la desesperanza. El amor por los demás es sólo un sueño. Hay mucha, mucha gente y casi todos se sienten solos. Creció el odio, hicieron caso a los discursos sobre muros y fronteras, segregación racial, discriminación, combatieron la diversidad cultural, sólo unos cuántos tenían derecho a su paraíso. Hicieron caso a los pastores que argumentaban sobre su único y verdadero Dios, ensalzaron su raza aria, eliminando a millones en muertes ignominiosas.

Arrancaron el espíritu de convivencia, de paz, de armonía y todo ello, tomando la justicia en sus manos. Unos se sintieron dueños de la vida, los deseos, los sueños y el amor de otros. Y sembraron la discordia, la ambición, la avaricia en los demás. Hubiera sido más sano y menos mortal vivir en la Edad Media, en el obscurantismo. No supieron qué hacer con sus talentos. Los malgastaron. Llegó el dantesco infierno al corazón de los humanos. Muchos pensaron que era una descripción de un castigo eterno y no entendieron la metáfora del Mefistófeles que podemos ser en la vida de nuestros congéneres, quitándoles la vida, la alegría y la salud.

Si tanta reglamentación nos impide decidir libremente sobre lo que nace a borbotones de nuestros más profundos deseos, en los que todos deseamos amar y ser amados, vivir plenos y felices, alcanzar estados de paz profunda, ¡dejemos ya las reglas! Amemos, sonriamos, olvidemos las ofensas, cultivemos la amistad, no creamos que el placer es un pecado sino una vía de encuentro con los demás. No sintamos apropiaciones materiales, que todo fuera para todos. Mi casa es tu casa, donde comen dos comen tres y así.

Por Joe Barcala

José Luis García Barcala, Joe Barcala, es Maestro en Literatura y Licenciado en Comunicación. Nace el 6 de septiembre de 1967 en el Puerto de Veracruz. Tiene 8 obras publicadas y publica en distintos espacios.

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