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[…] Los presagios finalmente sorprendieron a Fermín mientras la horda filosofal se ocupaba de dilapidar al nuevo protagonista de un escándalo político del pueblo. Las tardes se tiñeron de colores con el nuevo ambiente analítico en la casa Flores Ayala. En el recuerdo quedaban algunos poemas sobre el agua que goteaba en el desagüe y uno que otro monólogo navideño del impávido Fidel; ahora eran más sabrosas las tertulias que antaño, pues con Toribio en el estrado, cual ladilla sarnosa, se engolosinaba haciendo enojar a Belcebú con sus argumentos de pacotilla. Gaudencio también disfrutaba los corajes y carajos de Basilio con el casi indecente diálogo polémico entre el viudo Toribio y el fiel Señor de las Moscas.

Un alcalde anterior había destituido a un juez que estaba interfiriendo con sus expropiaciones para levantar una carretera justo donde tenía unos ranchos de bajo avalúo que el edil deseaba fraccionar para hacer el negocio de su vida. Dichos actos, todos, eran ilegales, pero el pueblo nadaba en la desinformación, las descalificaciones y la politización del tema, al grado que los políticos de la época se llenaban de fango unos a otros, ensuciando sus poco honorables trayectorias profesionales y haciendo público casi cualquier aspecto honroso y por deshonrar de su vida privada.

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—Daniel Alcocer no tiene la culpa de las acusaciones que nos ha hecho creer el juez. ¡Qué bueno que ya lo destituyeron! —Se regocijaba Basilio.

—¿Quién es Daniel Alcocer? —preguntó Fermín.

—Es el alcalde que acaba de terminar su periodo y a quien acusan de la destitución ilícita de un juez —contestó con paciencia Filomena, la emperifollada señorona, ahora novia del tío Fermín.

—No seas ingenuo Belcebú, ese ex alcalde nos está mintiendo a todos. El juez tiene razón. —aclaró Toribio burlonamente.

—Los periódicos dejan muy en claro que el juez fue destituido por el cuerpo edilicio, en donde yo tengo muchos amigos; estoy seguro que tantas personas no pueden estar equivocadas, Toribio; es más, el propio Alcocer ha puesto toda la documentación en manos de los periodistas para que lo analicen. En cambio el juez sólo se emberrincha y no da pruebas.

—Los emberrinchados son los periódicos; algo les están dando que antes de que llegara el nuevo alcalde estaban en contra del anterior; ahora lo defienden a capa y espada —discutió Toribio.

Basilio alzó el tono, empezó a desorbitar los ojos y se empecinó aún más en el debate. Los demás veían en él una interesante y nunca antes vista transformación en la cara bipolarizada del intelectualoide.

—¡Por eso estamos como estamos! El mundo no avanza con los necios que se empecinan en frenar el progreso, en politizar los debates que le hacen bien a la nación. ¡Hasta cuándo van a parar! Los periodistas no mentimos. Y déjame decirte que yo logré destituir a un alcalde con mis grabaciones, pero no todos son como él. Muchos desean el bienestar y nadie hace nada por tener confianza. Sus enemigos políticos se empeñan en ensombrecer su trabajo y vuelven las mañas de los mojigatos: “que eso no está bien”, “que se enriquece”… ¡bola de timoratos!

Novela escrita en 2005

Y sin deberla ni temerla, el grupo entero salía regañado. Basilio se arrinconaba con los niños en el patio y más tarde volvía como si no pasara nada. Por supuesto, del tema no se hablaba en largo rato, hasta que nuevamente la cordura regresaba a la cabeza de Belcebú y aceptaba que los medios de comunicación por lo general no decían toda la verdad y argumentaba que también había muchos intereses detrás de las noticias.

En aquella ocasión, efectivamente, Basilio se equivocaba, como en muchas otras, pero siempre era Toribio el que salía perdiendo credibilidad, haciendo los comentarios más que lógicos, contrarios. Los filósofos por lo general apoyaban al Señor de las Moscas antes que a cualquier otro.

Mientras todo eso pasaba en la terraza, Fermín se enfrentaba a un misterioso aforismo que se estaba volviendo realidad. Durante varias noches antes de su cumpleaños número catorce, tuvo pesadillas que le empezaron a quitar el sueño. Al principio creyó que se trataba de una autosugestión. Pronto fue a la tienda con don Carlos a comprar un té de manzanilla para relajarse y olvidar la sentencia de la hechicera. Nada le permitió borrar de la memoria su miedo.

El día de su cumpleaños estuvo a punto de contarles a los filósofos sus pesadillas. Sin embargo, el interés por defender al ex alcalde o acribillarlo, distrajo a la feligresía y se olvidaron del festejado, como había sucedido desde que estaba en la cuna.
[…]

Novela publicada aquí

Por Joe Barcala

José Luis García Barcala, Joe Barcala, es Maestro en Literatura y Licenciado en Comunicación. Nace el 6 de septiembre de 1967 en el Puerto de Veracruz. Tiene 8 obras publicadas y publica en distintos espacios.

Un comentario en «Fragmento de Murió la muerte»

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