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Tiene vagos recuerdos de su infancia, pero aunque los ama, le hacen llorar. Un pequeño niño vestido con traje de terciopelo rojo, un gorrito también rojo y una pluma dorada ensartada en él. Un personaje de una representación escolar que tiene la tarea de llevar a la mismísima reina del castillo que aunque de cartón, poco importa para la imaginación del niño que usa unas alpargatas puntiagudas rojas con filos dorados, el cetro y su corona al ritmo que marca la Marcha Triunfal de Aida, paso a paso, uniendo un pie al otro y volvemos a empezar.

El destino en su corazón era entregar en su precioso cojín, también rojo, los ornamentos reales, esta vida le daba la gloriosa oportunidad de codearse con seres mágicos, la aristocracia, la burguesía en pleno. El niño se sentía sobre las nubes, en el olimpo, miembro de una sangre privilegiada.

Novela escrita en 2014

Con su tez aún talqueada, el seis años antes recién nacido niño, era parte de la nobleza, paje de la princesa de un mundo celestial, imaginario en los padres de familia asistentes al evento, pero vívido, intenso, emocionante y real en el corazón del pequeño. Ese hito histórico en la mente y el corazón le despertarían a la vida. Es el más antiguo recuerdo que tiene de su infancia.

Momento de moldeadas maravillas de un arranque que la maestra le indica el paso exacto en que debe empezar a marchar por el pasillo, paso a paso, hasta llegar a la también pequeña mujer con el cabello recogido al final del estrado, con el castillo de cartón como fondo y el vestido espectacular de brillos blancos. La gente aplaude, el estelar es suyo, la princesa le mira a los ojos, no sólo le hace el día, le hace la mitad de su vida.

El niño, de fina piel, de ojos brillantes e inmensos, de sonrisa sobresaliente, de un talle impecable, emana dulzura; finalmente llega hasta el trono en el que entrega al mayordomo la corona que es depositada con gracia sobre la cabeza a la princesa y se le entrega también su cetro.

El paje colorado se retira sin más por el costado izquierdo dando saltos de felicidad, de tenaz inocencia. Lo demás ya no importa, ni los gritos de su padre, ni las exigencias de su madre. Él ya tenía un lugar asegurado junto a las grandes estructuras de su mundo.

¿Qué le iba a preocupar la larga lista de tareas escolares que debía completar antes de graduarse de la universidad? Sus días eran jugosos: albercas, amigos, fiestas infantiles, juegos de recreo, baloncesto, nudos de su grupo de lobatos, cebollitas, caballadas, escondidillas, bote pateado y más.

Novela autobiográfica con ciertas licencias literarias

En aquellos días hizo también su Primera Comunión y repartió todos los recuerdos impresos que su madre le dio sin saber que eran los únicos. Los que guarda están en su memoria, aquel día que junto con su hermano, uno mayor que él, se alegró, más que por recibir a Jesús en su corazón como indican los rituales católicos, por la cantidad tan grande de amigos que llenaron el jardín trasero de su inmensa casa.

Ciertamente no hay mucho más que recordar de la infancia de un niño amoroso, alegre, en demasía sincero, que, de paso sea dicho, le gustaba jugar a ser el príncipe valiente, seguramente porque a la princesa de su escuela le hacía falta tener un soberano que la defendiera de los gritos de su papá, de los trastes en la cocina, del perro pastor alemán que, vaya a saber cómo, siempre conseguía escaparse de su jaula; de la perra que mordió a la vecina y nunca regresó del centro antirrábico. Porque ese niño, cual condena universal, tuvo que crecer.

Enfrentó tantas vicisitudes como cualquier otro a lo largo de sus primeros años. Se fue forjando un porvenir, a veces con ahínco, pero luego con miedo. El miserable miedo que luego le acompañó y que lo llevó a la larga a eso, a lo que es ahora, años y años después a quien se dice triunfante pero miserable, treinta y tantos más viejo.

Y ahora, sentado frente a una computadora, cuenta la larga lista de factores que le influyeron, desmitificado de sí mismo, impetuoso e intempestivo, incomprensible para muchos, irremediablemente conocedor de su destino y de sus circunstancias. Para llegar a ser lo que es, quizá influyó mucho su primer recuerdo de la vida: la marcha ante la princesa, no fue lo único, claro está.

En la novela se llama Jorge Luis, en la vida real José Luis

Constantemente añora, llora y recuerda los días simples, descargados de culpas, compromisos y responsabilidades. Suele sentirse saturado, ahogado, ignorado, invariablemente insatisfecho de las metas no alcanzadas o tal vez minimizadas, que prometieron mucho y fueron poco.

Miraba con esperanza el futuro hasta que un día algo pasó: la muerte se le acercó, y no mucho. Tenía un amigo, uno de esos que se dicen que son para toda la vida, que hablaba con él desde que balbuceaba, que compartió su jardín de niños, su primera etapa escolar y de repente un día, su padre lo llevó a vivir lejos, a otro país, en una etapa de cambios, donde no sólo se adolece del cuerpo, sino también del alma.

Pepe, su amigo entrañable, se fue a Nueva York. Miles de kilómetros de distancia. Y ¿ahora qué? ¿Con quién juntarse en la escuela secundaria? Tendría que hacer nuevos amigos, y los hubo, uno que otro, pero nadie al grado de juntarse con él en las tardes también, como Pepe, que vivía cerca. Y luego unas memorables vacaciones. No por buenas, por malas, pésimas, fatídicas.

Veracruz en su recuerdo era buena hasta ese momento. Había nacido en el heroico puerto. Visitaron a su madrina y pasaron un buen día. Ahí conoció a su primo. Lo invitó a quedarse unos días para pasear en moto y le prometió que irían a ver a unas amigas con las que podían besarse. Jorge Luis no quiso pedir permiso a su padre. Era muy enojón. Tampoco le motivaba mucho ir en moto. Su madre había hecho bien su tarea: las motos son peligrosas.

En la publicación aparecen fotografías de personas reales en la vida del autor

Luego, después de estar en el puerto, en la playa, viajaron a Jalapa, la capital, a ver a otros parientes. Ahí se enteró que el papá de Pepe había fallecido. Jorge Luis sufrió. Mucho. Nadie le había hablado bien a bien sobre la muerte, pero si tenía claro que quien lo hace, no vuelve. Una abuela y una amiga de su mamá no se habían vuelto a ver por aquí después de morir. La misma suerte tendría el papá de Pepe.

Antes que se fueran a Nueva York, el papá de Pepe les traía juguetes a sus hijos y a Jorge Luis también le tocaba algo. Al menos, Pepe y Luis podían jugar los mismos juguetes nuevos, americanos, modernos, entretenidos… Luis corrió por todo el jardín de la casa de Jalapa. No sabía si llorar, si aceptar, si rechazar, si marcar a Nueva York.

En sus trece años de edad, eso no cabe en la cabeza. No en la de Jorge Luis. Se refrescaban en su memoria las imágenes de una infancia divertida que se mezclaban con un mundo injusto, que sombreaban algunas bellas alegrías. Ahora no estaba con su amigo para consolarle, para ver que a pesar de la distancia, seguían unidos, necesitaba saber si ellos, la familia de Pepe, estaban bien. Siete vueltas al enorme jardín no eran suficientes para comprenderlo.

Entró con su mamá y lloró con ella. Marcó a Nueva York, platicaron; su memoria no recuerda la conversación pero sabe que eso le ayudó bastante a superar el momento. De vuelta a Puebla, en donde Luis vivía con su familia, grande, de ocho integrantes contando a sus padres, su mamá le informó la segunda trágica muerte que impactó a Luis sobremanera, fue la muerte del primo que se había ido en su moto a ver a unas amigas y besarse con ellas. Murió en un accidente de motocicleta.

La novela no trata todos los aspectos autobiográficos del autor

Quizá esa muerte le impactó más que la muerte del papá de Pepe. La vida de Luis tenía muchas otras experiencias importantes, que recordaba, que le gustaba atesorar, pero a decir de la jerarquía de los sucesos significativos que llevaron a Luis a escribir esta historia, la muerte del primo es, sin lugar a dudas, la más seria. El paje de la princesa le despertó a la vida. La muerte del primo, del que ni siquiera recuerda su nombre, a quien sólo vio una vez, que ni siquiera era su primo porque en su familia acostumbraban emparentar por los compadrazgos, le significó más que el sol a la Tierra. ¡Luis pudo ir con él en la moto!

La Edad Media llegó a su vida y se prolongó por muchísimos años. El príncipe valiente también era mortal. Apenas siete años antes despertaba a la vida cuando ya tenía con qué despertar a la conciencia y morir en el intento. Morir es lo más natural de la vida. Sentirse en peligro debería serlo también, pero no lo es, porque es morir sin estarlo. Luis se llenó de miedo, pudo haber muerto en la moto con su primo.

¿Qué habría sido de su vida si él hubiera aceptado la invitación de su primo? ¿Habría despertado pronto a los placeres de conquista o habría muerto en la moto junto con él? Porque pasado el tiempo, Luis se volvió miedoso y con ello retrasó mucho su relación con las mujeres. ¿Y si le decían que no? Lo que hace el miedo.

[…]

Novela publicada y descargable gratis aquí

Por Joe Barcala

José Luis García Barcala, Joe Barcala, es Maestro en Literatura y Licenciado en Comunicación. Nace el 6 de septiembre de 1967 en el Puerto de Veracruz. Tiene 8 obras publicadas y publica en distintos espacios.

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