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«Encuentra tu realidad o ella saldrá por ti»

Confesión de un sacerdote

No es que me guste meterme donde no me llaman; sí me intriga, es contra mis fuerzas, conocer sobre el obscuro mundo que guarda el secreto de las confesiones tan lucrativo como de gran cosquilleo morboso. ¿A quién se le habría ocurrido meterse en la vida de los demás? No seré el único curioso, como escusa lo digo, de infiltrar mis narices donde nadie me ha llamado.

Si era dominico o escolapio, presbiteriano o anglicano, viene valiendo sorbete. Lo importante, lo realmente grotesco de esta historia, es que realmente sucedió, sin necesidad de estar en una caverna con un péndulo que porta un hacha filosa sobre mi cabeza. Es más, sucedió en un parque, a plena luz del día; eso sí, bajo la refrescante sombra de un ficus frondoso, a unas calles de la universidad menos céntrica, algo lejana del parque donde está la fuente de San Miguel, dicho sea sin problemas de copyright.

Confesión de un sacerdoteJuro que no fui un inquisidor, en esos tiempos no tan distantes gozaba de plena armonía con la religión que profesaba y a la que cualquier hijo de vecina podría sospechar como la católica; sobrellevábamos una amistad poco menos que sobrenatural, por así decirlo; éramos buenos amigos. Quizá hasta ese día, con mi compasión infinita, cuasi angelical, cuando le recibí su confesión.

Algunos podrán condenarme a los infiernos por romper el secreto sacrosanto de una amistad que hoy es inútil, pues tengo la dicha de no pertenecer más al clan de los persignados y por tanto he sido excomulgado sin papeles, esto es, que no los han tramitado porque quizá no supieron mi deserción a sus inmaculadas filas de fieles.

También romperé el secreto, porque hablaré del milagro, mas no del santo. Creo que ni quienes han conocido a mi humilde persona por muchos años, calculando matemáticamente las horas y los días que narraré, podrán dar al clavo del calvo cura que conmigo se confesó.

Como dije, era prácticamente medio día, luego de un curso al que asistimos juntos, siendo él un confesor de ocasión, porque yo nunca me confesaba con un sacerdote cercano luego de una desagradable experiencia con quien me hiciera sentir mal luego de asistir con él al sacramento citado. Porque le dije quién me gustaba; se interpuso desde entonces para evitar mi relación amorosa. La ventaja es que no consiguió su objetivo. Un día nos vio juntos y se le acabó el papel de agente anti cupido; y no, no tengo idea por qué lo hizo.

El hecho es que le pedí al padre Lauro, obviamente no se llamaba así, pero supliqué la confesión al salir de la misma universidad donde nos encontrábamos. Así que, caminando hacia el templo donde él vivía, discutiendo el tema de las charlas en el seminario recién terminado, llegamos al parque del ficus frondoso donde nos sentamos.

Tomó su maletín para colocarse la estola sobre los hombros y me confesé. A las dos semanas buscaría a otro y así sucesivamente para evitar repeticiones desagradables y sólo exponía los temas recientes sin entrar en detalles, suponiendo que Dios conocería el resto del contexto.

Al terminar, él empezó a hablar de su vida; no le dije: «Ave María, purísima» ni nada por el estilo, aunque me habría gustado saber si conocía las oraciones del catecismo, como esa del «Acto de Contrición», porque siempre me costó mucho trabajo aprendérmela. A la fecha es de las únicas que no recuerdo.

Él me habló de su niñez y adolescencia, de cómo su padre le violó frecuentemente hasta que cumplió trece años y terminó acusándolo con su madre. La familia se disolvió entonces. El padre estaba llorando frente a mis ojos plenamente sorprendidos. Me preocupó que estuviera en estado de limerencia conmigo y empecé a buscar algún pretexto para salir de ahí corriendo, sin parar, hasta un lugar seguro.

No fue así. El estado del cura fue mejorando con las palabras, contando cómo su madre le ayudó a sobrepasar los problemas y le llevó a la iglesia para encontrar la paz que nadie más que Jesús podía darle. No sé porqué me contó aquello, pero su historia no había terminado.

De repente me sentí como un consagrado tratando de aliviar las penas de los demás, en específico del padre Lauro a quien mi mente primero crucificó, por involucrarme en la encrucijada de salir corriendo con terror de una insinuación; luego se auto flageló, psicoanalizó, para terminar absolviendo él mismo sus pecados, dejando en mi cabeza una telaraña de dudas que sirvieron para madurar mi papel dentro de esa iglesia.

Si podía confesar a un cura y sobrevivir para contarlo, que me nombraran ministro, evangelizador o dirigente era pan comido. Tenía en mis manos la absolución, qué digo absolución, la indulgencia plenaria de mi pasado y mi futuro; supongo que así se sienten ellos, capaces de pecar sin condenarse pues su investidura y ministerio les garantizan hasta la extremaunción.

Se disculpó por contarme todo eso, pues se daba cuenta que había hecho mal en exponerme sus penas, pero justificó primero que su vida era extremadamente difícil, dejando en el tintero que no se trataba de un conflicto al sacerdocio, sino a la mala experiencia con su padre; mientras gimoteaba al narrar su calvario psicológico en el camino de sus relaciones amorosas con algunas señoritas a quienes quería conquistar siendo un adolescente todavía.

Me vino a la mente mi propia experiencia. Las primeras veces que quise conquistar chicas también sufrí, era un calvario per se, sin necesidad de haber padecido violaciones. Sin embargo, yo no sabía si debía actuar como juez, testigo, cura o psiquiatra; aunque me quedaba claro que actuar como un padre amoroso a sus hijos no era la opción más conveniente, porque no viviría para contarles.

Fue muy claro que el padre Lauro sufrió más de lo común por entablar relaciones con chicas y en ese momento supuse también que entonces le gustarían los monaguillos; pero no me adelanté demasiado. Me distrajeron dos cuerpazos que caminaron frente a nosotros. Era un mal lugar para convertirse en confesionario, pero tuve peores.

El mismo padre Lauro dejó escapar la mirada hacia esos cuerpos juveniles y bien formados que se alejaban al vaivén de sus pasos como olas veloces. No tuve más que reír discretamente por la indiscreción adicional de mi descubrimiento. Al menos no parecía repeler a las mujeres. Pero sí estaba claro que no reprimía su lujuria; y luego vienen a decirnos de castidad, auto control y demás valores imposibles.

Siguió contando que finalmente, como a sus 19 años, tuvo una novia a quien besó sin remordimientos. Dijo que fue el principio de su salud mental. Soñaba todas las noches con ella, teniendo sexo; se reprimía pensando más que en un castigo divino, en el riesgo de perderle. Apretaba los puños para decir cuánto la deseaba sexualmente.

Describió con muchos detalles que ella era una chica bien, de buenos modales, de familia con valores y día con día se esmeraba para conservar su amor. Un par de meses duró aquella relación en la que no hubo relación sexual. Poco después supo que ella estaba embarazada. Menos mal que el padre Lauro no fue tan ingenuo para creer en la posibilidad de una inseminación espiritual, ni la chica pretendió tal cosa.

Casi vuelve a llorar al describir cómo se sintió cuando supo que ella, más que un noviazgo formal como el que el pre-cura le ofreció, ella deseaba desafiar las leyes familiares, los valores inculcados, quizá por un rechazo a un padre alcohólico y una madre desentendida de sus hijos.

Ahora el puño se enfrentaba a su cabeza como diciendo: fui un tonto, ella quería lo que yo más deseaba. Una aventura amorosa, una pasión desenfrenada, que tanta falta le hizo al, entonces joven, padre Lauro. Claro está que para mis pulgas, yo buscaría a otra y otra hasta alcanzar mi meta. Pero él no podía pensar igual que yo; tenía un pasado muy complejo, muchos traumas que ni siquiera comprendía esa tarde.

Me empezaba a quedar claro que aquella confesión era resultado de años reprimiendo su sexualidad, al grado que cualquier oído presto a escuchar podía paliar tales males, fuera un cura o un simple civil. Me empezó a parecer una casualidad el hecho de ser yo su confesor y no cualquier otro mortal. Pese a todo lo que me contaba, yo seguía creyendo que él era una gran persona; hubo un atisbo de reconocimiento a su superación personal por haberse sobrepuesto a tan adversa condición.

Finalmente sus lágrimas me enternecieron. Agradecía a Dios la oportunidad de conocer a fondo a un ser a quien mandó llamar porque tenía grandes esperanzas, un destino superior a otros. Tenía frente a mí, eso pensé, a un elegido de Dios; saber eso requirió un esfuerzo adicional por no perder detalle de su desahogo.

Llegó el momento en que se tranquilizó, pues se preparaba para una confesión todavía más desgarradora. Luego de eso preferí haberme quedado hasta donde él se arrepintió de no acostarse con su primera novia; todavía era un ser humano, lleno de defectos, capaz de sentir amor a borbotones. Sus nuevas confesiones fueron un balde de agua helada.

Me contó que un par de años más tarde, cansado de su auto compasión, decidió pagar a una prostituta. No quiso entrar en muchos detalles, lo noté algo apenado por aceptar esa etapa tan desastrosa de su vida. Resumió que en todo ese año forzó a muchas mujeres a tener relaciones con él.

Dijo que se justificaba mentalmente pensando que si su padre abusó tanto de él, tenía derecho a satisfacer igualmente sus instintos. El ambiente, los amigos que tuvo en esa época, eran iguales. Nada podía ser más normal. Me puso a pensar que yo también tenía un grupo de amigos lo suficientemente ignorantes como para actuar de la misma manera.

Sin embargo, el padre Lauro cayó de mi gracia. No sé porqué tuve la sensación de escuchar a un psicópata. Fue capaz, con su narración, de llevarme a ese lado tenebroso de su vida sin movernos de la banca de aquel parque. Las palabras son vehículos para transportarnos a lugares remotos, tiempos pasados, sensaciones olvidadas y olores no descritos con detalle, para ubicarnos en mundos que ni siquiera hemos visitado.

Mi imaginación me llevó a su ambiente pervertido, muy ajeno a la experiencia que yo tuve nunca y pude respirar el ambiente fétido de prostíbulos, hoteles de quinta y bares perniciosos. Luego rompería ese mal prejuicio, pero en ese momento me parecían sitios abominables. El cura Lauro se derrumbó ante mis ojos, dejó de ser el líder espiritual que imagine y quedó desmitificado. Ya no era un elegido, sino un tipo vil y corriente, sucio y repudiable.

Pensé entonces en su sacerdocio de modo general, que se me figuró una pantomima, una actuación, falacia desenmascarada capaz de fingir lágrimas para embaucar a otros. No se trata de juzgar a los demás en condiciones ignorantes, tenía en mi poder información suficiente para acabarlo; quitarle el velo a su ministerio sacerdotal y echar por tierra las palabras que pronunció, una a una, en sus sermones, esas pláticas sobre el amor de Dios no eran más que una tomadura de pelo.

Menos mal que estaba dispuesto a escuchar todo lo que vino después. Tal vez habría sido capaz de destruir su vida. Todavía pensaba que si lo acusaba con el Arzobispo, a quien conocía personalmente, el padre Lauro podía ser expulsado de inmediato de la Iglesia. Reconozco mi ingenuidad. Si luego de tantas noticias nos hemos enterado que entre ellos se cubren las espaldas, pero en aquel momento yo no pensaba así. Ese mundo de perversión me era totalmente ajeno.

El padre Lauro expresó que llegó un momento, aquel año de libertinaje, que se arrepintió. Solía sentirse mal actuando contra esas mujeres, aunque algunas parecieran disfrutarlo; así lo dijo. Su vida se sentía vacía, él se odiaba por parecerse tanto a su propio padre. Un día caminó a la iglesia, se arrodilló y realizó una oración tan sincera como pudo, luego de tanta auto destrucción.

Lloró frente a mí narrando aquel suceso. Dijo que lloró tanto tiempo que un sacerdote se acercó a él y le consoló. Se confesó y terminó cambiando su vida y consagrándose al servicio de Dios como sacerdote. No lo perdoné de inmediato, pero me parecía un buen final para su historia.

Hubo más. Aunque llevaba rato preparándose para volver a su templo, y resumió los hechos lo más que pudo, me contó el epílogo. Faltaba, por supuesto, que yo le absolviera y le diera la penitencia; empero, él no quiso dejarme con ese final. Era impresionante cómo me hacía pasar del odio a la comprensión en dos patadas. Su narración fue aterradora, digna de una película de suspenso y misterio.

Todos estos años, comentó, me he arrepentido de lo que le hice a esas mujeres. El problema, en realidad, es que no me puedo contener más; quiero, tanto como deseé a mi primer novia, tener una compañía que me comprenda y a quien pueda amar tan loca y apasionadamente como lo sentí por ella. Esta soledad es tan maldita, que prefiero arder en los infiernos antes de seguir padeciendo así.

Le dije: renuncie y haga una nueva vida. Explicó brevemente los motivos que le mantenían en la iglesia, pues parecía tener ya prisa por llegar a su casa: ¿qué haría un viejo como yo manteniendo una casa? No sé hacer otra cosa que esto. Además, no es imposible conseguir una amante cuando se usa la sotana.

Antes de partir, ya a dos metros de distancia, me dijo: es un secreto, ¿de acuerdo? Se fue sonriente, su catarsis concluyó. Hoy completé la mía con esta historia, lo más apegada a los hechos posible, pues la tuve presente siempre. Era de los pocos laicos comprometidos que comprendía tan profundamente el drama de soledad de los sacerdotes, sin revelar jamás un ápice de esta historia, que me permitió hacer una carrera dentro de la Iglesia Católica.

Veinticinco años como laico me asomaron a una ventana llena de dramas, humanismo y conciencia. Ahora como ateo, lejos de aquel bullicio espiritual, comprendo tantas cosas, cientos de revelaciones, engaños y motivaciones, que me sentaré a dialogar con mis recuerdos.

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Por Joe Barcala

José Luis García Barcala, Joe Barcala, es Maestro en Literatura y Licenciado en Comunicación. Nace el 6 de septiembre de 1967 en el Puerto de Veracruz. Tiene 8 obras publicadas y publica en distintos espacios.

2 comentarios en «Confesión real de un sacerdote»

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