Tener la capacidad de controlar a otros, con buena o mala intención, no es un asunto sencillo que se pueda dirimir en una mesa de discusión o análisis. El mundo desde que es mundo tiene la costumbre de organizar en jerarquías de todo tipo en algo que se ha llamado orden social, pero que no ha sido otra cosa que la disposición de unos para dominar a otros.
¿Por qué? ¿De dónde nace la idea terrible de permitir que unos se apoderen de la voluntad de otros? ¿Cuál es el gen maldito de nuestra estructura biológica que nos orilla a pensar que somos lo suficientemente aptos para gobernar a otros? Se llegó a pensar que todo poder emanaba de dios. ¡Figúrense! No hay mayor sandez que esa. ¿De cuándo acá, una divinidad se ha preocupado por inmiscuirse directamente en la vida humana? Dicen los creyentes que dios da libre albedrío. Por tanto, en todo caso, no le estaría permitido conferir autoridad a reyes, presidentes, ministros, papas.
Deberíamos ahora, más conocedores, más leídos, en una sociedad del conocimiento, erradicar las ideas que esclavizan, desaparecer las jerarquías que engañan y postular como punto de partida, premisas contundentes como la de: «nadie es más importante que otro» o dicho de otra forma: «todos tenemos el mismo valor». Si no lo hacemos, terminaremos matándonos unos a otros ad infinitum. Lo peor será que quienes sobrevivan a esa hecatombe serán los más fieros y salvajes, lo más selecto de la estupidez y barbarie humana.
Tenemos al enemigo en casa. Muy pocos entienden y reconocen con sus actos el valor de todos los seres humanos por igual y nuestra responsabilidad extrema de cuidar al resto de habitantes animales o vegetales del planeta. Somos una raza inteligente que actúa como bestia.
Por muy buena que sea una persona, noble, fiel, honesta o cualquiera de esas fulgurantes combinaciones, al llegar al poder, suceden cosas. Quienes desean imponer sus negocios jugosos, o vender lo prohibido, amenazan a esa autoridad con matar a sus seres queridos si no entran a sus círculos de perversión. El poder les va a envilecer, tarde o temprano. Por eso, el concepto de autoridad plenipotenciaria debe reconfigurarse, para evitar que cualquier hijo de vecina malparido venga a dar al traste a todas las sociedades del mundo.
No es sano dejar que otros nos «gobiernen», ya conocemos las consecuencias de ello. Si pretendemos tener democracias, significa que todos decidimos en bien de la mayoría, al menos. Las llamadas autoridades deben ser coartadas en el ejercicio del poder, por su propio bien, para que no puedan convertirse en seres malvados. Sólo deben ser administradores de la voluntad de los ciudadanos.
Pero, como buen demócrata, la última palabra la tenemos todos: ¿Tú qué opinas? Deja tu comentario para ir sumando voces.