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Fragmento de El sacerdote ateo

Efectivamente, aquella mujer a todas luces parecía poseída. Físicamente se notaba algún tipo
de desfiguro, propio de esa condición. Los ojos casi salían de su órbita, el cuello se estiraba más de lo
natural, sus brazos se doblaban a la inversa. El reflejo le hizo persignarse, utilizar su estola y pedir un
poco de agua para bendecirla y unas ramas para rociarla. Aquella en realidad era una pocilga. La casa
era hermosa por fuera, pero dentro, se asemejaba a un cuchitril.

Las paredes se decoraban con cajas, mantas y polvo. Unas estanterías en las paredes rebosaban de contenido, las figuras hermosas que antaño adornaban los libreros hoy se hallaban detrás de platos encerados por velas derretidas, por cajas con medicinas caducas, piezas de automóvil aun grasientas, tubos de pegamento seco, focos quemados, una serie de navidad chimuela, muñecas desnudas con el cabello tieso, cucharas sucias de años; un teléfono descuartizado y muchas más cosas que inútilmente esperaban algún tipo de reparación o depuración al menos. La enfermedad vivía de tiempo completo en esa, si se le puede llamar así: casa.

Eusebio no podía adivinar el cúmulo de años que, desgracia tras desgracia, se hallaba detrás de aquel desorden. Al parecer, el único que se bañaba en esa casa era Rogelio, porque su madre, la poseída, manifestaba un severo descuido higiénico; incluso el perro de raza indefinida, tipo callejera, lucía más aseado que ella. Los dos mujeres regordetas que devocionaban desde la mesa de la cocina, llorosas, angustiadas y desde luego, sucias y con aparente sarna en la cabeza, al ver al cura no se levantaron. Eso sí, estuvieron, al igual que el perro, atentas a los rituales que, a manera de letanía y dramatización corporal, efectuaba el Párroco que ansiaba salir a respirar aire puro y no parar hasta llegar a La nada, aunque fuera caminando; todo con tal de evitar el hedor putrefacto de aquel recinto inhóspito.

Palabras del Dr. Vicente López Rocher sobre El sacerdote ateo

Una vez que Rogelio le acercó una pequeña fuente con agua bastante sucia junto con unas ramas que no le iban a servir de mucho, porque estaban demasiado secas.

Eusebio bendijo el agua, ante Rogelio y su madre, con una oración y juró derramarla toda sobre ella, para que no intentaran beberla después con fines curativos, dada la suciedad de la misma; incluso si tuviera que aventarla a los pies de la mujer. Ella se tranquilizó un poco al empezar a recibir el goteo, tal como si estuviera ocurriendo un milagro. A Eusebio no le inmutó, pero Rogelio se emocionó creyendo que su madre estaba siendo exorcizada. Ningún demonio seguiría consumiéndola y quitándole la escasa paz que existía en aquel, otra vez impropio, hogar.

Agotó el agua por toda la habitación y procuró huir lo más pronto posible. Rogelio le acompañó a la salida y una vez fuera le pidió que llamara a un médico, para terminar el proceso, le explicó.

—El doctor no quiere venir, ya le hemos llamado en varias ocasiones. A Eusebio no le quedó otra opción que convencerlo de hacer algunas modificaciones importantes.

—Si no limpias tu casa, ni el Espíritu Santo querrá entrar.

—¿Usted cree?

—Rogelio, los hijos de Dios son gente que procura vivir dignamente; las condiciones en que se encuentra tu madre son consecuencia del desorden en sus vidas. El demonio ha puesto una sucursal del infierno en tus habitaciones. Saca todo lo que no pueda brillar con un buen trapo y quémenlo o tírenlo a la basura. Laven todo con mucho jabón y pinten dos veces las paredes.

Reemplacen toda su ropa cada dos o tres años y no la usen si no está limpia. Cambia las sábanas una vez a la semana. ¡Por Dios! Lo que tiene tu madre no es un demonio, es una infección severa. Beban sólo agua hervida, laven y desinfecten las verduras antes de comerlas.

—Pero no me alcanza el dinero que gano para todo eso que me pide, Padre. ¿Cómo le voy a hacer?

—Yo te regalo dos botes de pintura, pero tú, aunque sea pobre, no vivas en el infierno. Procura que tu casa sea un templo para Dios, no para Satanás.

—Muchas gracias, padre.

—Si el doctor no quiere venir, dale un baño a tu madre y llévala a la clínica para que le receten algún antibiótico.

—¿Está seguro que no es un demonio?

—Tal vez lo sea, no lo sabemos, pero si tu madre sigue enferma, el demonio regresará aunque lo saque el mismísimo Santo Padre, porque los espíritus del mal aman los ambientes insalubres.

El estómago de Eusebio se atoraba con el dolor provocado por las carcajadas que iba produciendo a cada momento durante su regreso al templo de la Inmaculada Concepción. Se preguntaba: «¿Cómo fui capaz de decir todo eso?». Incluso se detuvo antes del pórtico del edificio junto al estacionamiento para volver a reír libremente, antes de ser asaltado por algún otro asunto ordinario o novedoso de su comunidad. Decidió contarlo todo a Simeón, necesitaba alguien a quien compartir su divertida anécdota de exorcismo.

Ver otro fragmento, reseñas, vídeos aquí.

 

Por Joe Barcala

José Luis García Barcala, Joe Barcala, es Maestro en Literatura y Licenciado en Comunicación. Nace el 6 de septiembre de 1967 en el Puerto de Veracruz. Tiene 8 obras publicadas y publica en distintos espacios.

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