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El cuento que se volvió realidad y viceversa

Qué desorden tenía su cuarto, no es que el mío en casa fuera pulcro, sin embargo, al compartir con mi hermano la habitación, al menos, me exigía tener mis cosas en su lugar porque de otro modo se confundían con las de él; empero mi nuevo primo Julián no cabía en su amplio pero saturado espacio. Entre las camas, porque también tenía dos, sin embargo sin hermanos, como yo; los libros de su escuela, tirados junto con una mochila verde, demasiado verde para confesar que soy daltónico.

Eso sí, ¡qué buen gusto para las paredes..! porque no se veían; entre las fotografías y los pósteres de mujeres hermosas y semidesnudas, motocicletas y uno que otro loco rockero, se cubría la totalidad de ellas. Las repisas plagadas de objetos, como si él fuera hijo único, pues no lo era, porque su hermana menor, quien se encontraba en la sala con los demás, mis padres y los suyos, además de mis hermanos, él era un consentido coleccionista de antojos: principalmente motos en escala.

Julián me mostraba parte de su vida, era un nuevo primo para mí. Nunca antes en mis trece años le había visto ni sabía que existía. Tampoco en realidad era mi primo, pero sus padres eran mis padrinos y eso resultaba en una mezcla familiar nunca entendida por mí, porque siempre pensé que la sangre es sangre y punto.

El cuento que se volvió realidad y viceversa

El hecho es que llevaba cinco minutos de conocerle y ya sabía más de él que de mi propio padre y es que el viejo, dicho sea de paso, era un inmigrante español en México con cara y carácter de pocos amigos, castigador y poco amigable. Sonó el teléfono, contestó de inmediato. Su conversación la entendí poco, y fue interrumpida diciendo: «me están invitando a una carrera de motos, pídele permiso a tu familia para quedarte aquí esta semana y vamos juntos».

El cuento que se volvió realidad y viceversaNo sabía qué responder. Con la mala cara de mi papá era imposible un permiso así. Sus vacaciones largamente esperadas no podían amargarse por mi culpa. ¿Cómo cargar con eso en la conciencia? Una muy restrictiva, por cierto. Luego que colgó, Julián insistió. Es cierto que nadie me suplicó tanto como él en mi corto pasado, y el empuje para rogar a mi padre se encendió varias veces.

¿Así es la vida?

Del mismo modo sofocaba el incendio conociendo a mi padre en la única faceta que quedó bien grabada en mis neuronas, la de un ogro castigador. «No», respondí todas las ocasiones que me preguntó y terminé viajando al puerto con mi familia. Al volver pasamos por Jalapa nuevamente, pero con otros tíos de compadrazgo: los padrinos de mi hermana.

Ahí supe que el padre de un amigo quién siempre lo fue, desde antes que supiésemos hablar ya nos entendíamos por teléfono, falleció en Nueva York. Esa muerte me golpeó mucho, de verdad, pues ese sí era un papá preocupado y cercano, incluso conmigo que no era su hijo. Cada viaje cuando venía de La Gran Manzana a ver a su familia, traía juguetes también para mí.

El cuento que se volvió realidad y viceversa

Pero no estaba preparado para otra muerte. Una que cambiaría mi vida, porque si bien de niño, a los seis, perdí a mi abuelo paterno y a los 11 a la madre de mi padre, nunca supe lo que era dejar de ver para siempre a alguien como don José Manuel, el padre de mi mejor amigo. Corrí por el jardín como una hora, no sabía llorar por eso, no entendía la vida que siempre irrevocablemente va pegada a la muerte.

Las vacaciones terminaron y volvimos a Puebla. No sé si pasó un tiempo, un mes o un año. Un día mi madre me dijo que había muerto Julián en un accidente en motocicleta. Ese fue el principio del fin de todo. Subí a mi habitación, a un rincón junto al closet de madera, sobre la alfombra y recargado también en el mural de Nueva York que elegí para decorar mi cuarto y me senté a llorar.

Porque ahí nací de nuevo, porque pude morir en la motocicleta con él, una decisión aleccionadora, pues me enseñó a decidir si no sabía hacerlo hasta entonces, yo vivía y él no. Puedo contar la historia gracias a eso. Salí de mi cuarto quizá para la cena, sin dejar de pensar en el valor de una decisión: ¿debo salir o mejor me quedo en mi cuarto? Igual si me encierro para siempre es una mala decisión y si bajo las escaleras también.

Bufurcaciones

Salir a la calle, cual costumbre adolescente, con los vecinos a jugar bote pateado y correr a esconderme sin dejar de pensar en en la posibilidad infortunada de un automóvil dando vuelta y atropellándome, o a un vecino y cambiar de nuevo mi vida o meterme a casa y quedarme solo para siempre. ¡Cuántos martirizantes pensamientos me atormentaban!

El cuento que se volvió realidad y viceversa

Sentía que yo debía vivir por los dos, por Julián y por mí, de paso por mi padre quien para ese entonces ya estaba condenado a los infiernos en los que creía por ser un personaje tan duro e insensible. Esa era mi perspectiva alucinante, un infinito de futuros alternativos y catastróficos, una cadena de decisiones cuyo resultado me era imposible prever.

¿Cuántas pesadillas tuve que superar? ¿Murieron acaso mis neuronas de tanto quemarme las pestañas? Al final de cuentas, sólo era un títere del destino que empañaba cada día los cristalinos de mis ojos. Una adolescencia tórrida y multiplicada en graves intensidades.

Veintisiete psiquatras hicieron falta para darme de alta yo mismo, luego de volverlos locos a todos. Pensar tanto me llevó a extremos de ansiedad casi psicótica; a vivir más intensamente de lo deseado, a seguir la ruta de una multiplicidad quimérica de sendas antes siquiera de recorrerlas o disfrutarlas.

Sólo los libros, las novelas y los cuentos pudieron paliar el ritmo de mi motocicleta. A diferencia de El Quijote, yo volví locos a los personajes. No era para menos… cada historia que leía la imaginaba con distintos finales, dependiendo de las decisiones tomadas: le salvé la vida a Romeo y vivió muy feliz con Julieta fuera de Verona hasta ser ancianos. A Hamlet lo volví rey como su padre, murió con honores…

El cuento que se volvió realidad y viceversa

Luego vinieron Macondos con playas paradisíacas, aunque lleno de mosquitos. Al gato negro lo maté desde el primer momento y adopté a un perro. Lo mismo hice con la vida real, le cambié los finales a las historias de personajes como Bolívar o Hidalgo, lo cual no fue muy satisfactorio cuando llegaron las calificaciones.

Pero entre hierba y hierba, mi vuelo fue terrestre. Porque luego de tantas versiones de una misma historia, el mejor descanso es la realidad, aunque sea cruda, es más sencilla de sobrellevar.

Por Joe Barcala

José Luis García Barcala, Joe Barcala, es Maestro en Literatura y Licenciado en Comunicación. Nace el 6 de septiembre de 1967 en el Puerto de Veracruz. Tiene 8 obras publicadas y publica en distintos espacios.

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